miércoles, septiembre 14

Pasillo de por medio

El suicida goza de una ventaja por sobre el resto de los mortales: conoce la hora exacta y hasta decide los pormenores de la ceremonia que lo sustraerá del mundo. El conocimiento de lo que será su destino le otorga el dudoso privilegio de la despedida, de revolver gavetas en procura del lapicero o la gama de papel propicios para anunciar los supuestos de su determinación. Y digo supuestos porque, según confiara Salvador Garmendia durante esa espléndida botella de whisky que compartimos una noche, “nunca se averiguarán las razones verdaderas del suicida. Puede quedar una carta explicativa de ciertas circunstancias, pero nunca sabremos todas sus razones. Hasta ahora, ninguno ha regresado para contarnos la historia verdadera”.
Ese género epistolar que ningún destinatario desea recibir, representa la noche de la escritura cuyo escalofrío ni el más elocuente narrador de misterio podría emular. No soy quien para garantizarlo, pero me figuro que las notas de suicidio se subordinan al temperamento de la mano que la suscribe. No dudo que las de los amantes en fuga sean las más alucinadas; mientras el burócrata, frente a la pantalla del PC, pasa en limpio sus anotaciones cuya gramática luego revisará con el diccionario de Word. Quizá el distraído no recuerde escribir la suya si no cuando ya sea demasiado tarde y el pavimento haya comenzado a acercarse; mientras hay quienes las van escribiendo a lo largo de su vida, con el transcurso de los años. A veces, en el automercado o la buseta, alcanzamos a leer estas últimas antes de que asome el punto final. Son las notas suicidas que algunos llevan escritas en la cara, en los ojos que declinan mirar de frente.
No siempre el papel es partícipe y cada línea trazada por Van Gohg sobre el lienzo es una huida; Violeta Parra cursó sus agradecimientos en una canción y diez años luego la Carpa de la Reina se nubló de pólvora. En cualquier caso, los signatarios no precisan el domicilio donde responder a su correspondencia, omisión que lleva a que los destinatarios (la muerte deliberada también mata un poco a los otros) se queden con las manos llenas de reproches y dudas, sin hallar qué hacer con la herencia contenida en ese testamento sin beneficiarios.
Hay también notas de suicidio imprevistas, como una bofetada. Habían transcurrido meses sin saber de ese amigo, hasta que esta mañana, mientras tomaba el desayuno, leo en el periódico -obscenamente fotografiada- su resolución, esa declaratoria póstuma en que a veces degeneran las cartas de amor, y que queman el estómago desde el fondo del cofre donde suelen ser puestas a buen resguardo.
“Nunca se sabrá si lo que allí se dice es cierto o no”, recuerdo que farfulló Garmendia mientras hundía otro sorbo de whisky en medio de esa barba que le atribuía el esplendor de un sabio alquimista. Pero no todo era de su conocimiento y al otro extremo del pasillo del apartamento donde esa noche celebrábamos la vida, una poetiza cerraba la puerta a sus espaldas, echando el cerrojo sin dejar la llave a nadie.

3 comentarios:

Anónimo dijo...
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Anónimo dijo...
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