domingo, septiembre 25

Películas sin humo


Recuerdo con tristeza cuando en los cines se prohibió fumar. Mucha de la magia cinematográfica se perdió esa noche. Irrumpía la protagonista en su apartamento sin advertir que a sus espaldas espiaba el asesino, y de inmediato uno conducía los dedos hacia el bolsillo en procura de la cajetilla para sobrellevar aquel momento de nerviosismo como mejor puede sobrellevarse un momento de nerviosismo: con un cigarro pendiendo de la boca. O, transcurrida la escena amorosa y a los amantes se les veía, ya exhaustos, hundidos en la humareda post orgásmica, yo aspiraba a su mismo ritmo, aproximándome con cada inhalación a la orilla de aquel lecho como si el asunto hubiese sido un menage a trois. Ya no. Ahora me resigno a que concluya la película para, camino al auto, devorar el cigarrillo con que saboreamos el último jirón del ensueño cinematográfico.
Pero el gesto que hermana a hombres y a dragones encara hoy otra feroz embestida, estudiándose la posibilidad de que los actores también renuncien a echar humo dentro de la gran pantalla: un reciente cable noticioso informa que los fabricantes de la Marlboro han solicitado a la Paramount Pictures reeditar las cintas en que los personajes aparecen con un cilindro de tabaco entre los labios, y que en un futuro el vicio sea relevado por acciones menos mórbidas. Pero… ¿imaginan a Marlon Brandon, en El Padrino, ordenando fechorías mientras mordisquea un Bolibomba en vez de un habano; o a cualquiera de los James Bond, tras seducir a una espía, extrayendo de su saco una píldora de vitamina C y no un delgado puro con boquilla?
Vedadas de esta niebla translúcida, Marlene Dietrich y Greta Garbo declinarían en arrogancia y Lauren Bacall o Bette Davis flaquearían por carecer de ese escudo impreciso con el que las divas del cine acorazan su vulnerabilidad. Sin ir tan lejos, nuestra Hilda Vera no habría reproducido con tal verismo las mañas de una puta si, en El Pez que Fuma, desenroscara una botella de malta a cambio de ceñir entre sus dedos un cigarro. Puntualizo: el tema aquí tratado no es si el tabaquismo resulta malísimo para la salud, en eso estamos claros y nadie como yo coincide con la frase impresa en los avisos de la British American Tobacco: “el cigarrillo no ha sido nunca un producto lógico”. El asunto es precisamente ese: con el exilio del cigarro fuera de las salas de cine, el séptimo arte disiparía mucho de su ilógico encanto.
Así como los no fumadores deben ser acatados en su derecho de un área libre de humo en los restaurantes y demás espacios públicos, también los fumadores debemos ser destinatarios de salas de cine donde regodearnos en nuestra flameante decadencia (nadie hasta hoy ha sugerido aislar salas de cine para diabéticos y no diabéticos, condenando en estas últimas el expendio de golosinas) ¿Soy irresponsable al afirmar esto? Claro, y es que ya ir al cine constituye un ejercicio de irresponsabilidad, una enajenación de circunstancias para que, por espacio de hora y media, ese hilo de luz ocupe el lugar de nuestras visicitudes. Desde el asiento, aspiramos esa centelleante bocanada que irriga los pulmones de vida o muerte porque el cine es, también, fumar un poco, absorber con la mirada, llevarse a los ojos el fuego de otra historia.

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