jueves, noviembre 24

Manual del Manipulador




Expresar abierta y transparentemente nuestras ideas, no andarse por las ramas, ser directos y espontáneos, en fin, emplear en el concierto de las relaciones humanas el abanico de principios por el que aboga la asertividad, admitamos, es una pérdida de tiempo cuando debemos tratar con individuos de mente chica a los que no le entran las balas de la franqueza: por mucho que insistamos embebiendo nuestras razones en las nobles aguas de la sinceridad, todo necio es refractario a los discursos convincentes y no hay lógica o maleficio que lo desalojen de su estado de sandez. Como última salida –que no hay que malgastar el buen jabón en la ropa rota- el feo término de la manipulación aflora como estrategia para alcanzar lo que, sin excepción, todos ansiamos: hacer que los demás zarpen según sople el viento de nuestras aspiraciones.
Pero no confundir el camino: pretender implementar los siguientes métodos en personas claras en la vida, esas que no comen cuento y hasta quizá sean más vivas que uno, es un salto al vacío, arriesgarse a ser agarrado con las manos en la masa y abran paso que el aspirante a manipulador va de lleno a pegar su cabeza contra la pared del oprobio, directo al hueco de la desconfianza y el entredicho. Así que la primera norma a tener en cuenta para conducir a otros radica en determinar el grado de lucidez del posible manipulado y, como segunda regla a prestar detenida atención, la jerarquía ejercida por éste.
Si el sujeto al que usted busca “persuadir” ocupa una posición subalterna, tales como empleados de la empresa, cachifas, yernos, novias muy enamoradas, socios minoritarios y afines, esgrima en primera instancia argumentos racionales aderezados con generosas muestras de cortesía. Si el insensato no recapacita, inténtelo manejar pero sutilmente puesto que en ningún caso es saludable ganarse de buenas a primera la antipatía de los siervos (arrullar el ego de una secretaria diciéndole, por ejemplo, que por ser la mejor mecanógrafa del mundo le ha sido concedido el privilegio de tipear estas quinientas carticas, o precisarle a una novia que su espíritu humanitario la erige como candidata idónea para lavarnos el carro, son maniobras harto eficaces).
Si pese a encargos tan amablemente servidos el aludido se niega a obedecer, prescinda de la diplomacia y asome al vuelo una amenazadora frase conforme a su autoridad, como que el departamento de Relaciones Humanas está infecto de currículos de hábiles mecanógrafas que aspiran este puesto, así como es conveniente recordarle de cuando en vez a la novia o esposa que las estadísticas arrojan siete mujeres por cada hombre y quién quita que las otras seis no sean más jóvenes y voluntariosas que tú. Así, hasta el carácter más reacio se ubica y acata.

Clásicos de la malicia

La cuestión asume mayor complejidad cuando la persona a la que usted intenta poner a danzar al son de sus deseos es un superior o disfruta de una posición semejante a la suya, lo que nos impide ladrarle así, tan alegremente. Si ése es su caso, tome nota de los procedimientos consumados día a día por todo manipulador eficaz. Si se cree usted desprovisto de la malicia necesaria para poner en práctica dichas lecciones, igual lea para reconocer aquellas estrategias que quizá le esté aplicando ese sujeto que, muy sonreído, tal vez esconda tras tanto gesto amable y tazas de café servidas asiduamente, toda la astucia de este mundo.
- Halagar es un arte. Me dirán que la adulación y el mimo, en fin, jalar bola, es una argucia manoseada de sobra; pero su permanencia a largo de los siglos la encumbra como todo un clásico de la manipulación, efectivísima en quienes precisen de una palmadita en el hombro que ajuste las tuercas de una autoestima floja. “Qué bien cocinas, ¡yo nunca podría alcanzar tal grado de excelsitud!” o “¡ni Da Vinci hubiese pintado esa pared tan bien como tú lo haces!”, son elogios que echan a volar el amor propio de cualquiera que, de ahora en adelante, se negará a que uno le preste ayuda para no manchar el exquisito acabado de la tarea asignada. La presente marramucia es válida en todo ámbito, ya sea profesional, amoroso o familiar, y lo investirá a usted de una reputación de sujeto fraterno, siempre con una palabra solidaria a flor de labios. Halagar indirectamente –como hacerse pasar por fanático del cantante, del equipo de béisbol o del partido político al cual pertenezca la víctima- ameritan de un previo proceso investigativo que le será recompensado con creces.
- Poner cara de bolsa. Un frecuente error en el que incurren muchas personas con inquietudes manipuladoras es hacerse pasar por vivas y andar por ahí enorgulleciéndose y recitando a diestra y siniestra sus alevosías del pasado, indiscreción que sólo servirá para poner en guardia a las presas potenciales. Todo manipulador meritorio es ajeno al pecado de la vanidad, reservándose sus bajezas para hacerlas saltar como ovejitas durante las noches de insomnio. Poner cara de bolsa, hacerse desestimar, en fin, vestirse de pendejo, es una ley bíblica a seguir por los polizontes cuyo gesto de querubines hará verter sobre sus oídos un sinnúmero de revelaciones, infidelidades, amancebamientos, tracalerías y demás secretos bochornosos que armen el amolador en donde mañana sacarle filo al puñal de las coerciones.
- Ese enemigo común. Una verdad es tan cierta como el sol: cualquiera supone que quien habla mal de su enemigo, es su amigo; así que el adagio guerrero según el cual “divide y vencerás” es de gran provecho en los escenarios de las oficinas y los hogares donde siempre bullen pasiones enfrentadas. En primer lugar, identifique aquel bando cuya adhesión depare mayores beneficios, para acto seguido ganarse la simpatía de sus camaradas echando pestes en contra del grupo adverso. De allí a disfrutar de los favores que nos brindan nuestros compinches hay sólo un paso pues, y he acá otra verdad escrita con fuego en la piel del alma humana, odiar estratégicamente es una eficaz manera de quererse a sí mismo.
- Tú eres el culpable. Los manipuladores más astutos del planeta, los niños, nos legan enseñanzas que ni Maquiavelo tras años de intrigas llegó a suponer: el arte de cultivar sentimientos de culpa es una herencia infantil cuyas monedas blandimos cuando los otros se resisten a nuestras peticiones. La amante que amenaza con acercarse un puñal a las venas si su adorado pone un pie en la calle, el amigo que saca a relucir su hernia al momento del préstamo, la madre bañada en lágrimas cuando su hijo le anuncia que abandona el hogar, gemir, suplicar, en fin, responsabilizar a los otros de las tragedias que nos acontecen, ya sean reales o imaginarias, es una práctica idónea para que los incautos renuncien a sus derechos y qué mal hijo, pésimo esposo o amigo ingrato serías si me dejas aquí, tirado a la intemperie, para que me joda un rayo y que sobre tu conciencia recaiga el peso de mi desdicha y bla, bla, bla, bla.
- Sea “generoso”. Servir favores con aparente desinterés, tales como prestar dinero o el auto sin que nos lo hayan pedido, cederle el asiento a una embarazada o asir del brazo a una ancianita mientras cruza la calle, son procedimientos expeditos para atar a su víctima al riel de la gratitud. Así que lleve nota –si carece de buena memoria, apele a una libretica- de los favores que le adeudan pues nunca se sabe cuándo llegará el momento de hacer andar el tren de la cobranza en que (si no quieren que todos sepan de nuestra boca que son unas malagradecidas) aquella embarazada se vea comprometida a servirnos de fiadora o la ancianita nos cite en su testamento.

lunes, noviembre 14

La bella

Verla tendida entre la cascada artificial que frente al Sambil reproduce la peor pesadilla de un plomero, me produjo un efecto hipnótico. No tendría más de doce años, el cabello hasta los hombros y un cuerpo aún no modelado por la pubertad. Era apenas el anuncio de una adolescente simpática, sí, nunca hermosa; pero su determinación ante la cámara me atrapó de inmediato. La madre (debía ser la madre, sólo una madre se esmera retratando así su obra) la apuntaba con una de esas camaritas de venta en las farmacias y que Dios interceda en el encuadre y los tiempos de obturación.
No conforme con representar las poses sugeridas –“¡qué bella; quédate así, muy bella!-” por aquella señora inexperta en el arte de la luz, la bella enriquecía la sesión con posturas aprendidas de su detenido estudio de los catálogos de ropa interior femenina y de las misses tras su salida a escena. Los brazos en forma de garra y una pierna, flexionada según acostumbran los flamencos, rozaba el piso con la punta del calzado ¡Click! Explayada sobre una de las piedras (no sin antes comprobar que ningún guardia anduviese por ahí) ¡Click! Ahora el mentón apoyado caramente sobre una mano, actitud de ordinario uso entre las bañistas de Acapulco o la amante a la espera del ejecutivo demorado por una negociación millonaria ¡Click!
La sesión de fotos continuaba sin que los transeúntes, concentrados en sus asuntos, presintiesen el grado de ensoñación de la debutante, el origen fantástico que inspiraba sus gestos, esta pose para la escena junto al galán del primer protagónico en una telenovela porque esta otra pose conviene reservarla para el afiche de la cerveza. Habría sido una redundancia mirar los ojos de la madre -ocultos tras la camarita en la aparatosa búsqueda del mejor ángulo- para advertir en ellos la mediación de un delirio afín, la victoria saboreada de antemano, el desagravio tardío pero feroz ante las otras mesoneras de la cafetería y ni hablar del vago que nunca vio de la top model y ahora que no venga a exigir ni medio de los jugosos beneficios contractuales.
Para el vigilante que salió de no sé dónde, sólo era una niña sobre una piedra de la cascada del Sambil. La cotizada modelo, con los pies mojados, saltó de la pasarela a la vida, tomó la mano de su madre que también volvía de la felicidad y ambas –haciéndose las sordas frente a los reproches del funcionario- se alejaron mientras comentaban la reciente promoción de muñequitos en Mac Donald´s.
Quise rendirles un tributo; pero mi colosal timidez me impidió solicitarle a la bella su primer y quizá último autógrafo.