lunes, noviembre 14

La bella

Verla tendida entre la cascada artificial que frente al Sambil reproduce la peor pesadilla de un plomero, me produjo un efecto hipnótico. No tendría más de doce años, el cabello hasta los hombros y un cuerpo aún no modelado por la pubertad. Era apenas el anuncio de una adolescente simpática, sí, nunca hermosa; pero su determinación ante la cámara me atrapó de inmediato. La madre (debía ser la madre, sólo una madre se esmera retratando así su obra) la apuntaba con una de esas camaritas de venta en las farmacias y que Dios interceda en el encuadre y los tiempos de obturación.
No conforme con representar las poses sugeridas –“¡qué bella; quédate así, muy bella!-” por aquella señora inexperta en el arte de la luz, la bella enriquecía la sesión con posturas aprendidas de su detenido estudio de los catálogos de ropa interior femenina y de las misses tras su salida a escena. Los brazos en forma de garra y una pierna, flexionada según acostumbran los flamencos, rozaba el piso con la punta del calzado ¡Click! Explayada sobre una de las piedras (no sin antes comprobar que ningún guardia anduviese por ahí) ¡Click! Ahora el mentón apoyado caramente sobre una mano, actitud de ordinario uso entre las bañistas de Acapulco o la amante a la espera del ejecutivo demorado por una negociación millonaria ¡Click!
La sesión de fotos continuaba sin que los transeúntes, concentrados en sus asuntos, presintiesen el grado de ensoñación de la debutante, el origen fantástico que inspiraba sus gestos, esta pose para la escena junto al galán del primer protagónico en una telenovela porque esta otra pose conviene reservarla para el afiche de la cerveza. Habría sido una redundancia mirar los ojos de la madre -ocultos tras la camarita en la aparatosa búsqueda del mejor ángulo- para advertir en ellos la mediación de un delirio afín, la victoria saboreada de antemano, el desagravio tardío pero feroz ante las otras mesoneras de la cafetería y ni hablar del vago que nunca vio de la top model y ahora que no venga a exigir ni medio de los jugosos beneficios contractuales.
Para el vigilante que salió de no sé dónde, sólo era una niña sobre una piedra de la cascada del Sambil. La cotizada modelo, con los pies mojados, saltó de la pasarela a la vida, tomó la mano de su madre que también volvía de la felicidad y ambas –haciéndose las sordas frente a los reproches del funcionario- se alejaron mientras comentaban la reciente promoción de muñequitos en Mac Donald´s.
Quise rendirles un tributo; pero mi colosal timidez me impidió solicitarle a la bella su primer y quizá último autógrafo.

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