viernes, enero 6

Peludas




Ahora que los hombres llevan zarcillos y se depilan los pelos del pecho con cera caliente, no sorprendería que las mujeres pretendan compartir viejas costumbres hasta hoy reservadas al género masculino. Empecemos por los ronquidos. Debido a que los caballeros de la nueva ola gustan dormir con el rostro disecado en cristales de zábila, el privilegio de roncar amenaza hoy con desplazarse ruidosamente hacia el otro extremo de la cama, primer paso de una lenta pero firme revolución en el campo de la etiqueta y los buenos modales.
Y es que desde el inicio del tiempo las mujeres dominan la franquicia del suspiro, más cierta licencia para el bostezo y el estornudo (siempre que sea en un rincón o escondidas tras una mata). Luego de allí, los manuales de urbanidad levantan un muro entre los arrebatos corporales ejercidos por uno y otro sexo: mientras nadie se alarma de que un hombre expectore a mitad de una fiesta o reunión de negocios, a una mujer le echarán malos ojos si accede al descaro de sonarse la nariz en público, protocolo que ha llevado a muchas al borde de la asfixia ante la imposibilidad de despedir como Dios manda los obscenos demonios que suben por la garganta en medio de un resfriado. Y ni hablar de los volátiles demonios que bajan por otro lado ¡una completa herejía!
Pero eso está por cambiar. Se acerca el día en que, tras una cena abundante, la moza, en muestra de llenura, con movimientos circulares de la mano se frotará el estómago, entregada al placer de escudriñarse la dentadura con un palillo mientras sus rojos labios emanan un eructo estridente. O, al momento de ir al cine y el esposo retrasarse frente al espejo decidiendo qué ponerse, la mujercita abrirá ansiosa una lata de cerveza entablando desde la cocina el siguiente diálogo:
- ¡Mijo!, ¿qué tanto te arreglas? Apúrate, que no me gusta llegar con la película empezada -dirá la dama, rascándose por sobre la falda justo en medio de su ropa interior.
- Ya va, chica –consultará él, indeciso entre las tres mismas chivas de siempre-. Y por cierto… ¿llevaste el carro al mecánico?
- Sí. Ya mañana puedo llevarte a hacerte la pedicura que tanto querías –comentará la señora, atenta al último inning de un encuentro Caracas-Magallanes, ahora dueña inexpugnable del control remoto de la tele.
- ¿Y cómo me veo?
- Estás precioso, querido – alabará ella, pegándole el pico a la jarra de agua.
- Gracias. ¡Ah! Y mira si te acuerdas de subir la tapa de la poceta y apuntar mejor cuando vayas al baño…
Claro, todo esto será culpa de nosotros los hombres, machos de crema en pecho que ahora abogamos para que nos sea concedido el derecho a llorar en público. Así que no nos quejemos cuando las damas lancen el zarpazo definitivo en la democratización de las costumbres, y remonten con las piernas peludas los últimos peldaños de la igualdad de los sexos.

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