Ignoro
por qué hay personas que gustan hacer de sus casas un salón de banquetes con
gente entrando y saliendo una y hasta dos veces por semana, cuando recibir
visitas acarrea un enorme esfuerzo. Cuando se es soltero, por ejemplo, una caja
de cerveza más la bolsa de Tostitos extra grande son cortesías suficientes al
momento de recibir invitados; luego del altar, señores, eso se termina y ser
anfitrión pasa a convertirse en una ceremonia precedida por hipocresías tales
como encerar el piso más la desaparición de ese monumento a la flojera que
desde hace mucho domina, como un tótem, el lavaplatos… todo ello con el fin de convencer
a “la vista” de que uno vive dentro de una estampa de revista de decoración y
no lo que esto casi siempre es, un cuchitril cercado por el polvo y la desidia.
Agota la
inversión económica y hasta moral destinada a construir el espejismo. Puede que
durante los otros días del año los anfitriones acostumbren a empacharse con pollo
frito y a cenar enlatados abiertos frente a la tele, pero ante los agasajados la
señora de la casa presumirá de top chef versada en platillos exóticos elaborados
a partir de ingredientes costosísimos, mientras la sala sanitaria estrena un
fragante papel higiénico de doble toallita y no el cotidiano tipo C. El jefe de
familia, por su parte, hace de bartender
(whisky con hielo y soda para el señor, ponche para la doña, gelatina para los
niños), Dj atento a las solicitudes musicales de la concurrencia y -si la
tertulia amenaza con decaer- hasta de Winston Vallenilla atareado en medio de un
set de La Guerra de los Sexos.
El
protocolo impone verdades a medias. “Qué
bonitos vasos”, elogia una de las invitadas, lo que el organizador del
festín agradece gentilmente mientras ahoga la nostalgia por los frascos de encurtidos
más el cooler cervecero desterrado esa
noche en el fondo de una gaveta, como si se tratase de una abominación cuando
es sin duda la pieza más preciada de la vajilla. “¿Dónde compraron estas servilletas?” es otra fija, sin que la
etiqueta permita admitir que al momento de sentarse a la mesa aquí la política es
asearse los labios y el mentón con los flecos de un mismo trapito de cocina.
Ya lo
dijo el ogro Shrek: “lo mejor de las
visitas es cuando se van”. No siempre es fácil. Agotados los temas de
conversación, la paciencia y el café, se emprenden sutiles maniobras tales como
pasearse en pijama por la sala, deslizar indirectas del tipo “Yo soy hombre lobo y hoy hay luna llena” o murmurar
-como quien no quiere la cosa- la hermosa frase: “quien fuera visita… para irme”.
A punto llamar a las fuerzas del orden para que intervengan en este conato
de invasión, los forasteros deciden marcharse y ya en la puerta insisten en
retribuir tanta amabilidad haciéndonos prometer que “una noche de estas” los visitaremos, ocasión cuando nos corresponda ser el dedo sobre el timbre de
otro hogar sin mancha.
Eso sí,
es acá cuando los anfitriones inician al momento más esperado de la velada: exhaustos
sobre el sofá, comienzan a echar pestes porque la visita se presentó con las
manos vacías o -¡peor aún!- un vinito infame cuya marca recordaremos el día de
la revancha.