miércoles, agosto 23

Ni por la mamá de Bambi



Eso de que los hombres no lloran es una lección que he seguido al pie de la letra en las más diversas circunstancias, y no va a ser ahora, sentado en la butaca de un cine, cuando me permita una excepción. Por ello invito a los caballeros a compartir mi cruzada contra la cursilería impartida por tanto cineasta manipulador que sólo busca exprimirnos las glándulas lacrimales, como muy bien denuncian en sus reseñas los críticos que tanto saben de esto, y por quienes nos enteramos que llorar en el cine es una ofensa al buen gusto.
La vez que ET y Mufasa mueren, Ilsa toma en Casablanca un avión rumbo a Lisboa, o George Bailey descubre en navidad que el mundo sería inhabitable sin su presencia… son feroces intentos por torcer nuestra hombría. ¡Pero no desmayemos, camaradas! Traguemos grueso si la banda sonora pretende ablandarnos con un solo de violín o de piano; a rascarse una bola cuando en la pantalla aparezcan unos amantes despidiéndose entre los vapores de una estación de ferrocarril; no habrá coartada que nos venza, nuestros ojos son fuertes, que ninguna lágrima manche el liqui liqui ni mucho el uniforme de cualquier índole.
“Qué vaina más absurda”, diremos cuando un buzo francés se pierda en el fondo del océano, guiado por la aleta de un delfín, momento de la cinta que ha de coincidir con la congestión nasal generada sin duda por el aire acondicionado de la sala. “¡Qué ridiculez!”, juzgaremos el instante en que Sophie es forzada a determinar cuál de sus dos hijos irá a un campo nazi. Y si durante el comentario nuestra voz se fractura como si una mano invisible nos apretara la garganta, ¡pise firme, compadre!, y excúsese con que eso pasa por mascar tanto chimó.
Eso sí, hay que mostrar cautela ante los golpes bajos. Yo, por ejemplo, decidí permanecer en silencio frente a la secuencia de besos que sacude a Totó en la escena final de Cinema Paradiso; quedarme quieto o volver el rostro para que nuestra compañera no se angustie por la basurita que me cayó repentinamente en el ojo. Concluida la función, se recomienda concentrarse en el reloj o los escalones del teatro; pero nunca ofrecer la mirada a otros para que nadie se entere de la flaqueza abominable, la vista borrosa, del corazón hecho un trapo camino al estacionamiento.

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