Cuando vamos al médico no aterra tanto la posibilidad
de que se nos diagnostique una terrible dolencia, como el penoso momento (digo
momento, pero es de agradecer si la espera no se prolonga por cinco horas y
media) en que aguardamos nuestro turno en la antesala del consultorio.
El martirio comienza apenas uno pisa el frío recinto y
los pacientes que allí ya esperan te reciben con una mirada virtuosa pero que
por debajo esconde –los más pendencieros te entablan contacto visual con sus ojos
inyectados de manifiesto desafío- la siguiente amenaza: “Cuidadito con
colarte porque te vas a la tumba, no de tus dolencias, sino de la batuqueada
contra el piso que podríamos darte aquí entre todos”.
De inmediato corresponde anotarse en la lista de
espera y se concurre ante la soberana de aquel áspero reino, la recepcionista.
Está la que, sin apartar la vista del culebrón mayamero que a esa hora
transmite el televisor colgado en una esquina, te trata como si uno llegó para
pedir reales prestado; aunque prefiero a la recepcionista descortés que a aquella
situada en la otra orilla del carácter: la cabalmente inoportuna y quien conoce
cada pormenor de nuestros más recónditos achaques.
Sin advertir que los otros pacientes escuchan (se
hacen los distraídos, pero andan con la oreja afilada ante cualquier posibilidad
de que un recién llegado se colee), improvisa a todo gañote su propia consulta:
- ¿Y te hizo efecto la cremita antimicótica que te
recomendó el médico para el ardor al orinar? Porque déjame decirte una cosa, mi
amor, estás vivo de vaina.
- Esteee, bueno, ujum – balbuceamos.
- ¡Qué bien! ¿Y ya no estás estítico? ¿Cómo sigues de
aquel horroroso salpullido en la axila?
- Eeehh, mejor.
Antes de ocupar nuestro asiento (siempre será un
misterio por qué el doctor, con tan nutrida clientela, no invierte en unas
sillas más cómodas) calculamos tres o cuatro pacientes por delante. Tras hora y
media de espera, la recepcionista aclara que no, que son dieciocho más dos o
tres que el doctor ha de salir a atender en el área de Emergencias. No queda
más remedio que concentrarnos en las revistas al parecer heredadas del
consultorio de José Gregorio Hernández y que nos informan del inminente divorcio
de Lila y El Puma.
La mayor y quizá única distracción en la antesala de
un consultorio son los intentos por adivinar qué males acongojan al resto de la
concurrencia. Alzamos la mirada por encima de la publicación de farándula que
detalla la rivalidad entre Cyndi Lauper y Madonna. ¿Aquella señora de la
esquina qué tendrá? ¿Por qué se rascará tanto la entrepierna este sujeto de al
lado? ¿Y este otro por qué tose tanto? ¿Será contagioso? Por si acaso, nos
cambiamos de puesto y renunciamos a visitar la sala sanitaria para no compartir
el inodoro con algún individuo próspero en agentes patógenos.
Ataca el hambre. Avanza la deshidratación. En tan
precarias condiciones, llega nuestro turno de ver al médico. Ya de regreso a la
antesala, ha de emitirse el pago por la consulta mientras la recepcionista
aúlla como si estuviera dando un mitin en la avenida Bolívar:
- Chico, ven pa´ sellarte el récipe… Pero qué
casualidad. ¡Estos son los mismos supositorios que uso yo!