sábado, enero 28

Cepillo de dientes




Hay amantes que exploran con arrojo, lengua y dedos el relieve de la anatomía de su pareja; pero, una vez consumada la incursión, ¡cuidado si el uno se atreve a usar el cepillo de dientes del otro! O matrimonios de años cuyos miembros no muestran reparo alguno en compartir la quincena, preferencias partidistas u oscuros secretos… menos esa intransferible herramienta de higiene cuyo uso por parte de terceros sin la debida autorización, es motivo de altercados y rupturas sentimentales.
El baño de la casa puede estar repleto de los cepillos pertenecientes a tías, primos o hermanos; pero si una persona no encuentra el suyo, preferirá enjuagarse con un buche de agua o pasarse la punta de los dedos por sobre la dentadura, antes de sucumbir a esa especie de relación incestuosa que representa usar el cepillo de dientes de un familiar. Una razón importante fundamenta el prejuicio: servirse de un cepillo dental ajeno constituye un sórdido trueque ya que, entre muchas otras cosas, los besos dados y recibidos por otra boca deben permanecer allí, en otra boca.
Soy un convencido de que dicho instrumento revela la idiosincrasia de la gente de manera más definitiva que un examen psicotécnico. Prueba de ello es que al inicio de una relación amorosa, todos practicamos la maniobra de estudiar con esmero de paleontólogo el cepillo de dientes de la media naranja potencial. En estos casos, y a diferencia de lo que opinan muchos, yo me inclino por los ajados y con las cerdas despelucadas por sobre aquéllos que lucen como nuevos, evidencia irrefutable de poco uso. ¡Ah! Y cuidado con quienes prefieren los modelos eléctricos o de pilas, que carecer de la disposición necesaria para girar la muñeca en pequeños movimientos por apenas dos minutos, encendiendo a cambio un motorcito que haga el trabajo, es muestra indubitable de flojera y zanganería.
Elegir un modelo es hoy una labor compleja porque constantemente se promocionan nuevos avances destinados a iluminar la sonrisa. Están los masajeadores de encías, con cabezal removible, los de mango ergonómico ajustado a la curvatura de la muñeca, los que sintonizan frecuencias AM y FM, o los de tipo viajero, que algunos conservan en su cartera o maletín para cuando decidan marcharse tener una excusa menos por la cual volver. Y es que así como una relación de pareja no muestra madurez y compromiso hasta tanto sus cepillos de dientes no compartan el mismo lavamanos, será éste el primer artículo a empacar cuando se rompe la alianza. Pero sin precipitarse, que el mayor espectáculo de soledad es un cepillo de dientes sin compañía en el tarro.
La ingratitud, no obstante, le aguarda a esta herramienta sin cuyos beneficios hasta el pronunciamiento de una gran verdad parecería un sucio fraude, casi una mentira: su exilio en una caja de madera, junto al betún de pulir zapatos, feo final para un utensilio de uso obligatorio antes de susurrar promesas mentoladas sin que asome imprudentemente algún rastro de perejil.

sábado, enero 21

Todos somos psicoterapeutas



Si algo muestran las series y películas norteamericanas es que los gringos para todo acuden a un psicoterapeuta: si el muchacho de la casa no barre el cuarto, lo mandan al psicoterapeuta; pero si barre mucho, doble sesión de psicoterapia con eso. Aunque en esta orilla del mundo dicha alternativa es cada vez más frecuente, por las razones descritas a continuación todavía muchos siguen reacios a tenderse sobre un diván (sin alusiones de cualquier tipo…).
El primer temor es que un compañero de trabajo te sorprenda a la entrada del consultorio y esparza el dato de que uno “anda donde un especialista”, luego de lo cual probablemente nos descubramos viajando sin compañía en el ascensor o, a la hora del almuerzo, comiendo solos en una esquina del cafetín mientras el resto de la nómina nos acecha de reojo. Y ni hablar de los minutos de espera en la antesala del consultorio, donde se procura adivinar las tribulaciones de los otros pacientes, que si aquella chica ensimismada en la lectura de una revista presenta todas las señas de comer vidrio en sus momentos de ocio, mientras se está atento a cualquier movimiento extraordinario del tipo de camisa de cuadritos no vaya a resultar un asesino en serie.
Tampoco hay que ser muy perspicaz para presumir que quien pertenezca a esa gruesa franja de la población sin medio en el bolsillo, le inquieta más cómo costear la dosis de electrolitos intravenosos en caso de dengue hemorrágico, que pagarle a un psicoterapeuta para que descifre por qué aquel a los 38 años de edad aún se orina la cama. Sin embargo, uno de los motivos de por qué aquí es redundante consultar a un psicoterapeuta radica en que, así el vecino cargue cuatro divorcios encima o el carnicero lleve más de una década sin hablar con su mamá, en este país todos somos psicoterapeutas y lo que abunda son los sabios de la mente prestos a sugerir, con una soltura que ni el mismísimo Freud, cómo retomar las riendas de la vida.
¿Sufre usted de ansiedad porque su matrimonio es una ruina? Pues su mejor amigo o amiga irá a la raíz del conflicto y le recomendará la faculta alternativa de echarse las cartas con una bruja para descubrir el estado de la relación, o le planteará que le huela aplicadamente la ropa interior a la pareja con el propósito de descartar o confirmar la hipótesis del cacho ¿Le tiene fobia a las arañas? Para eso está el primo preocupado por atrapar al bicho más peludo del jardín con miras a lanzárselo al cuello para que usted muera del susto o -¡milagro de la ciencia!- supere el pavoroso trauma.
“Ando depre porque llevo meses sin trabajo”, le confía usted a un pana y éste, con actitud de PHD en Psicología Lacaniana obtenido en Harvard, no dudará en despachar: “Tú lo que tienes es baja autoestima (diagnóstico); así que relájate y deja la histeria (inducción hipnótica) y sal a echar un pie (musicoterapia) o a caerte a palos (prescripción de fármacos) con los panas (terapia de grupo) para ponernos al día con los cuentos (regresión). Ya verás cómo así se te pasa todo (tratamiento conductual-cognitivo).
 Por supuesto, para los trastornos expuestos y cualquier otro incluido en los libros publicados sobre el tema por la Organización Mundial de la Salud, no falta el compadre que -acodado en el típico diván criollo que es la barra de un bar- recomiende seguir ese tratamiento universal con que aquí se aborda toda angustia: “Pero, chico… ¡eso se arregla con un culito!”.

sábado, enero 14

La guerra del reposero

Para enero ya medio mundo ha trazado su declaración de propósitos para año nuevo, que si ponerse a dieta, dejar el cigarro, ahorrar, conseguir un mejor trabajo y demás tentativas que a las pocas semanas dejan en la boca de los inconstantes el sabor de la frustración. Por eso, para este año mi lista de prioridades comprende un único propósito: no tener propósitos, no hacer absolutamente nada, abandonarme en los mullidos brazos de la flojera y el achinchorramiento, anhelo que me esforzaré en cumplir cabalmente así familiares y amigos pretendan hacerme renunciar a tan meritoria aspiración.
Si a ver vamos, no hacer nada es un propósito dificilísimo. Internet, por ejemplo, sobresale como siniestro enemigo de la zanganería. Si uno no tiene trabajo, no falta el entrometido que aconseje montar desde casa nuestro propio e-bussines; o, luego de llamar a la oficina diciendo que gracias a un ataque de hipo no vamos a entregar ese día un informe, de inmediato el jefe exhortará: “pero mándame la cosa por mail”, inhabilitados de irnos luego a la playa pues a alguna secretaria alarmada por la noticia podría ocurrírsele contactarnos vía Messenger y hasta pedir que encendamos la camarita. Realmente bochornoso.
Algunos afirman irresponsablemente que la inactividad protege del estrés, ese mal moderno al que le son achacados casi todas las dolencias, desde los padecimientos cardiovasculares hasta la inflamación de los juanetes; pero los incursos en la haraganería y el aplazamiento hemos sufrido en carne propia la tensión generada por el riesgo de que el supervisor se asome por el quicio de la puerta y nos descubra echando un camarón debajo del escritorio. Y si de males se trata, sé de mártires que en medio de un complejo partido de Solitario o Buscaminas celebrado desde la PC de su oficina, han sufrido un infarto definitivo.
En casa tampoco hay escapatoria. El que las mujeres hayan alcanzado cruciales cotas en el mercado laboral (logro estupendo, sin duda, que alguien tiene que mantener la casa), entraña como efecto nocivo el que ahora los hombres sean invitados a colaborar en las tareas hogareñas, reemplazando de las manos del rey de la casa el control remoto de la televisión, por un coleto o una olla. El reposo del guerrero ha cedido su espacio a la guerra por reposar.
Como si esto fuera poco, hoy la abundante literatura sobre cómo aprovechar el tiempo fijando prioridades y demás cinismos, arruina la oportunidad de ver, con las huellas de la almohada intactas sobre el rostro, cómo marchan las hormigas por el filo de la ventana y, tras ella, al resto del mundo en igual ocurrencia; o despertarnos muy tarde un lunes para clavar la atención en el techo del cuarto, el mejor de los cielos a la hora del burro. Pero no desistamos en desistir que aún queda mucho por aprender de los sabios maestros del bostezo y la evasiva, lumbreras que en las oficinas públicas o en el cubículo de al lado ensayan las últimas novedades en el difícil arte del reposo. Y así pretendan chantajearnos con bonos y amonestaciones laborales, ¡no habrá aviso de cobro alguno que nos haga renunciar a nuestro propósito de año nuevo!

viernes, enero 6

Peludas




Ahora que los hombres llevan zarcillos y se depilan los pelos del pecho con cera caliente, no sorprendería que las mujeres pretendan compartir viejas costumbres hasta hoy reservadas al género masculino. Empecemos por los ronquidos. Debido a que los caballeros de la nueva ola gustan dormir con el rostro disecado en cristales de zábila, el privilegio de roncar amenaza hoy con desplazarse ruidosamente hacia el otro extremo de la cama, primer paso de una lenta pero firme revolución en el campo de la etiqueta y los buenos modales.
Y es que desde el inicio del tiempo las mujeres dominan la franquicia del suspiro, más cierta licencia para el bostezo y el estornudo (siempre que sea en un rincón o escondidas tras una mata). Luego de allí, los manuales de urbanidad levantan un muro entre los arrebatos corporales ejercidos por uno y otro sexo: mientras nadie se alarma de que un hombre expectore a mitad de una fiesta o reunión de negocios, a una mujer le echarán malos ojos si accede al descaro de sonarse la nariz en público, protocolo que ha llevado a muchas al borde de la asfixia ante la imposibilidad de despedir como Dios manda los obscenos demonios que suben por la garganta en medio de un resfriado. Y ni hablar de los volátiles demonios que bajan por otro lado ¡una completa herejía!
Pero eso está por cambiar. Se acerca el día en que, tras una cena abundante, la moza, en muestra de llenura, con movimientos circulares de la mano se frotará el estómago, entregada al placer de escudriñarse la dentadura con un palillo mientras sus rojos labios emanan un eructo estridente. O, al momento de ir al cine y el esposo retrasarse frente al espejo decidiendo qué ponerse, la mujercita abrirá ansiosa una lata de cerveza entablando desde la cocina el siguiente diálogo:
- ¡Mijo!, ¿qué tanto te arreglas? Apúrate, que no me gusta llegar con la película empezada -dirá la dama, rascándose por sobre la falda justo en medio de su ropa interior.
- Ya va, chica –consultará él, indeciso entre las tres mismas chivas de siempre-. Y por cierto… ¿llevaste el carro al mecánico?
- Sí. Ya mañana puedo llevarte a hacerte la pedicura que tanto querías –comentará la señora, atenta al último inning de un encuentro Caracas-Magallanes, ahora dueña inexpugnable del control remoto de la tele.
- ¿Y cómo me veo?
- Estás precioso, querido – alabará ella, pegándole el pico a la jarra de agua.
- Gracias. ¡Ah! Y mira si te acuerdas de subir la tapa de la poceta y apuntar mejor cuando vayas al baño…
Claro, todo esto será culpa de nosotros los hombres, machos de crema en pecho que ahora abogamos para que nos sea concedido el derecho a llorar en público. Así que no nos quejemos cuando las damas lancen el zarpazo definitivo en la democratización de las costumbres, y remonten con las piernas peludas los últimos peldaños de la igualdad de los sexos.