miércoles, octubre 18

Messenger


Gracias a Dios que en las salas de emergencia de los hospitales no hay Messenger: el personal médico, puesto a decidir entre contener una hemorragia o pararle a la cotorra servida en la PC por este sistema de mensajería virtual, temo que escogería lo segundo.
- ¡Doctor, doctor! Ahí llegó un señor atropellado por una gandola –anunciaría una enfermera al médico de guardia, cuando en el fondo lo que ella busca es parar al galeno de la computadora para atender su propia lista de contactos.
- Ya va, chica, que estoy recibiendo el mp3 de Pobre Diabla.
- ¡Doctor! Hay que aplicarle electroshock al paciente con un soplo cardiaco.
- ¡Ni de vaina! Después salta el regulador de voltaje y se me cae la conexión a Internet.
Lo cierto es que el Messenger desplazó al teléfono y al esmalte de uñas en el ranking de las distracciones laborales: en toda oficina con computadora conectada al ciberespacio, podrás observar la ventanita abierta del Messenger; frente a ella, al encargado de atender al público; y, frente al empleado, al cliente con cara de bolsa esperando que aquel concluya la redacción de uno de los dos pensamientos más expresivos en dicho género de correspondencia: “jijijijiji” o “jajajaja”.
No hay escapatoria. Ahora cuando conoces a alguien y quedas en comunicarte días luego con esa persona, debes ofrecer el número telefónico, el mail y, por supuesto, el Messenger. Si dices que no utilizas el sistema, te miran como a un cavernícola o dudan de tu palabra, creyéndote un grosero por no compartir tan crucial dato. Y ese será el fin de tu vida social. Una segunda alternativa es unirte a la nueva costumbre y hacer que el programa arranque automáticamente apenas enciendas la computadora para, al momento de mayor ajetreo laboral, ver asomarse en la pantalla a dos gorditos verde grama dando vueltas uno frente al otro de manera bastante sospechosa, más el mensaje de rigor:
- ¡Hola! Qué de tiempo ¿Qué cuentas?
- Aquí ¿Y tú? –respondes con diplomacia, lacónicamente, sin chance de cerrar de un plumazo la intromisión, lo que representaría para el prójimo cibernético una ofensa imperdonable. No tardará en aparecer en medio de la charla una de esas imágenes que ya protagonizan la iconografía del milenio: los emoticonos. ¿Qué son los emoticonos? Pues los emoticonos son una especie de yemas de huevo con ojos desorbitados y actitud acorde al ánimo del interlocutor: pelan los dientes, sonríen, se sonrojan de la arrechera... un espectáculo escalofriante.
Por el bien público, invoco la prohibición del Messenger en los espacios laborales críticos: estaciones de bomberos y de policías, entidades bancarias, casas de cita, emergencias y, de ser posible, recintos palaciegos. Que nunca se sabe.
- ¡Señor, hay que denunciar las tentativas de magnicidio ideadas desde el imperio!
- Espere, caracha –responderá el aludido-, a que envíe este emoticoncito por amor.

miércoles, octubre 11

Plegaria de los Motorizados

Salve, Santa Francisca Romana, Patrona de los Motorizados, y no nos desampares en nuestra cruzada por calles y avenidas, líbranos de los huecos y las alcantarillas rotas, e intercede para que la lluvia caiga cuando estemos ya en casa o, si no es mucho pedir, pon en nuestro camino un puente o una cornisa bajo cuya superficie guarecernos de la tormenta.
Dale sosiego al fiscal de tránsito para que no nos matraquee toda vez que olvidemos llevar encima los papeles de la moto; y prudencia al chofer de la camionetica negado a mirar por el espejo retrovisor, sin interesarse en nuestra posible presencia al reanudar su marcha. Cuídanos de los niños que desde las ventanillas de los autobuses escolares compiten para ver quién acierta el escupitajo sobre el dibujo de la estrella en el casco; y defiéndenos de las abuelitas que atraviesan el rayado sin importarles un carrizo nuestra proximidad, convencidas de que con apenas una patada o, peor aún, una pedrada, podrían hacernos rodar miserablemente sobre el asfalto.
Ampara al mototaxista para que llegue a su destino sin señales de arma blanca en las costillas; resguardando con igual fervor al que circula en una “perlita” y al entronado sobre la Harley-Davidson de seis velocidades y flequillo de cuero sobre el manubrio; que entre nosotros, sin duda, también hay clases sociales, aunque todas ellas se diluyen para fundirse en una solidaridad unánime al momento de una coleada o tras soltarse el cardán en medio de la vía.
Media ante Dios por nuestros pecados, que no son pocos: la urgencia con que desobedecemos el semáforo en rojo para llegar antes de que cierre el banco; la desmesura de los colegas repartidores de pizzas que cruzan la noche con los faros rotos, zigzagueando como posesos con el fin de entregar en manos de los ansiosos el alimento caliente. Ilumina a los hombres para que entiendan que sin nuestra participación, la economía del país, del mundo, se detendría; y si alguno se ha apartado del camino del bien, cediendo a la infamia de arrebatar cadenitas y relojes, devuélvelo al rebaño, junto a las muchas ovejas negras que también abundan tras los cristales ahumados de los vehículos de cuatro ruedas. A cambio de tu gracia, prometemos de ahora en adelante renunciar a la insensatez de conducir con un carricito parapetado sobre el depósito de combustible.
Protege con especial atención la integridad física de nuestras hermosas parrilleras, quienes arriesgan sus vidas por acompañarnos en este oficio de pájaro al ras del suelo, devorando el asfalto en vertiginoso equilibrio, mientras el sol broncea la piel y la brisa alborota el pelo.
Y si todo esto que te pedimos, Santa Francisca Romana, te parece demasiado ¡concédenos entonces, chica, un Toyota Camry!
Amén.