miércoles, abril 25

Angelina, ¡adóptame!

No me voy a cruzar de brazos mientras otros se llevan lo que por derecho me corresponde: ser adoptado por una superestrella. La moda entre las celebridades del espectáculo es alojar en su mansión en Beverly Hills a un carricito desamparado, cercado por la miseria hasta que un viraje del destino lo ubica al borde de una piscina, rodeado por cosas caras y una servidumbre atenta. Hay que ser muy bolsa para no pescar en ese río.
Dejo constancia en el presente espacio que reúno las condiciones para aspirar a ser hijo putativo de una megaestrella: nací en el tercer mundo, carezco de seguro social, no recuerdo la última vez que bebí un vaso de leche ni cuando tomé entre mis manos un kilo de caraotas o saboreé un bistec (a causa del desabastecimiento, sí; pero igual vale) y, por la continua falta de agua, me baño sólo cuando llueve.
Madonna, si lees estas líneas y se te ablanda el corazón, te juro que yo sería un hijo ejemplar, dispuesto a cualquier sacrificio. Hasta vería todas y cada una de tus películas si me lo exiges. Britney, si mi historia te llegó al alma, agráciame con tu apellido y fortuna, que como parte de la familia Spears prometo organizar la rueda de prensa si un día decides mocharte el dedo gordo del pie izquierdo o restregarte ají picante en las axilas. Paris, si concedes aceptarme en el clan Hilton, me comprometo a no estornudar cuando vengas a abrazarme con tufo a caña y hedionda a chicote. Beyoncé, te aseguro que seré todo un ángel y sólo me oirás gemir cada tres horas, intervalo cuando corresponde la debida lactancia.
Tanto confío en la cristalización de este sueño, que desde ya salgo corriendo lejos de toda persona que vea con una cámara fotográfica al hombro, sin duda un infame paparazzi; estoy dando mis pinitos en la Cienciología, y envié a una editorial los primeros capítulos de mis memorias. Allí revelo sucios secretos familiares y narro el tormento de ser heredero universal de una estrella del cine o de la música (dejé espacios en blanco para poner, en cuanto lo sepa, el nombre de mis futuros padres famosos).
La competencia es reñida porque en los países subdesarrollados sobran los muchachos tripones, así que no hay que poner muchas exigencias y asumir el amparo que bien ofrezca alguna celebridad local. Escucho ofertas de animadoras de lotería, participantes (no amenazados) de “Camino a la fama”, o competidoras (sin esguinces ni lumbagos) de “Bailando con las reinas”, que ya yo tengo las maletas listas y diariamente ensayo las exclamaciones con las que pienso dar la bienvenida a mis posibles padres por vía legal: “¡maíta Norkis!”, “¡papá Roque!”, “¡ma´ Gladiuska!” o –puesto que el 1x1 ha revivido a más de un cuerpo- “taita Trino, ¡écheme la bendición!”.

miércoles, abril 18

Libros de cocina

Cada vez que abro un libro de cocina asumo la expresión de un mono que se rasca con sus dedos la cabeza ¿Un bol es una ensaladera o un pocillo? ¿Alguien conoce qué son acidular o besuguera? ¿Existe una diferencia genuina entre el cilantro y el perejil? Y el mayor enigma de todos: ¿por qué tantos ingredientes si el cubito trae ya media despensa incorporada? Para quienes la preparación de unos ñoquis guarda una complejidad equivalente al desmontaje de un misil atómico, por mucho que sigamos las instrucciones nunca el resultado se verá igual a la foto del libro. Y es que hasta el propio libro sabe mejor.
Pese al envidiable talento que numerosos caballeros exhiben en la cocina, es difícil desprenderse del prejuicio machista de emparentar a la mujer con los recetarios. Sospecho en ese vínculo una relación sentimental. El grado de enamoramiento de diversidad de novias y recién casadas puede medirse por el entusiasmo con que recortan recetas de las revistas, coleccionan los libros de Armando Scannone o sintonizan los canales de televisión por cable especializados en el buen comer, con el propósito de impresionar con platillos excelentes a su pareja. Hasta a la más feroz feminista cuando se enamora (no sea incrédulo, lector; de seguro las feministas también se enamoran) se le despierta el instinto de Yuraima Blanco que permanecía dormido y enciende una hornilla para hervir el agua de tomar.
Dicha aplicación gastronómica no es ajena a la malicia. Esas líneas que encauzan la confección de una vinagreta de camarones o un pudín de espárragos, esconden las claves de una estrategia marcial. Primero la maniobra tuvo por objeto conquistar un corazón, para luego convertirse en una herramienta de castigo: algunas damas se esmeran en cocinar maravillosamente con miras a que -llegado el momento de las represalias- la ausencia de comida duela más, teoría comprobada cada viernes de quincena por los maridos que llegan tarde a casa. Ni el estratega Sun Tzu fue tan perverso.
Las telarañas de la rutina avanzan de la cama al fogón. El paso del tiempo no sólo amenaza la regularidad con que los amantes retozan entre sábanas, sino que también deteriora ese otro indicador del ímpetu romántico que es el uso de los libros de cocina, puestos un día a coger polvo en la alacena. Consumidas por el cansancio y los resentimientos, las elaboraciones culinarias disminuyen en variedad hasta alojarse en la útil circunstancia de la salsa boloñesa (y eso porque los hijos también tienen que comer). Cualquier desgracia puede ocurrir cruzado el límite de la gelatina como postre.
Hay que estar atentos a las señales. Pan canilla con carne endiablada traduce desgano ante las caricias; y sólo los distraídos no advierten que una sopa de sobre en el aniversario de bodas anuncia deseos de separación.
De ahí en adelante, carne con papa como única compañía.

martes, abril 3

Manual del seductor

Si pese a la meticulosa aplicación de cremas adelgazantes, barroterapias, subidas al Ávila, baños de asiento con extracto de baba de caracol y otras maniobras, su aspecto físico continúa en ruinas, apele a las siguientes recomendaciones, definitivas en eso convertirse en todo un conquistador.

- Aproveche los carnavales.
Sírvase de las fiestas carnestolendas para disfrazarse de negrita, de El Zorro, de terrorista de Al Qaeda, de diablo danzante de Yare, de hallaca o cualquiera otra caracterización que implique una máscara, una capucha, un pasamontañas o una burka, contribuyendo -de paso- con el rescate de una de nuestras más lindas tradiciones.

- Llegue tarde a los saraos.
Preferiblemente a golpe de 3 ó 4 de la madrugada, cuando la concurrencia está pasada de tragos y -gracias al poder letárgico que ejerce el alcohol sobre el gusto ajeno- pueda usted lucir su confusa belleza.

- Salga con amistades guapas pero gafas.
Servirán de gancho para atraer a presas del sexo opuesto. Eso sí: cerciórese de que su amigo o amiga sea decididamente gris para que fastidie en pocos minutos al trofeo a conquistar, momento cuando usted se robará el show con una sensibilidad y agudeza a flor de piel.

- Pasee a un perrito.
Pocas actividades enternecen tanto al prójimo. Verá pronto como lo o la detienen en la acera para buscarle conversación sobre desparasitaciones y vacunas contra la parvovirosis, sin reparar -por fortuna- en su perfil o pancita. Si no tiene cachorros porque los odia, apele a un bebé de meses prestado.

- Atienda a Betty.
En una discoteca identifique a la asistente menos agraciada e invítela a un trago o a recorrer la pista de baile. Las chicas guapas concluirán inmediatamente: “Que tipo tan bien plantado, ¡por fin un espíritu ajeno a la mundana superficialidad!”. Conmovidas por su nobleza, las bellas se pelearán por sonsacarlo (la incógnita de esta maniobra radica en cómo deshacerse después de la imperfecta).

- Sáquese el Kino.

- Mercadee su virginidad.
Diga que nunca ha estado con nadie en la cama, que su ilusión es llegar virgen al altar. El otro u otra se le abalanzará como fiera salvaje (no olvide poner cara de asombro cuando su pareja saque a relucir el preservativo).

- Mercadee su desenfreno.
Es una técnica opuesta a la anterior, pero con iguales resultados. Proclame que es usted un libertino o libertina, que ha perdido la cuenta de las parejas ocasionales. No hay pele: a las mujeres les encanta recobrar a un hombre de las garras de la perdición; mientras, ningún caballero con cuatro dedos de frente pasará por alto la apetitosa circunstancia.