miércoles, julio 25

Nuestro viaje a Estambul

Para un periodista que por ignorancia en asuntos geográficos tienda a confundir una planicie antártica con un volcán hawaiano (ambos presupuestariamente igual de inaccesibles que un paisaje lunar), no hay mayor reto creativo que escribir una reseña turística de un sitio que no conoce. Para cumplir con la encomienda laboral se suele echar mano de inapreciables sustitutos, a saber: folletos proporcionados por agencias de viaje, páginas web que traten el tema y -¡lo siguiente es imprescindible!- un desaforado esfuerzo imaginativo que haga jurar a los lectores que quien escribe es un trotamundos curtido en los misterios del desierto árabe o la milenaria arquitectura de la exótica Estambul.
Ningún otro recurso supera la ventaja de contar con un mapa del sitio. Con la misma autoridad con que le señalamos a un nuevo vecino la ubicación de la bodega de la cuadra, sugerimos a los lectores recorrer calles y avenidas, atravesar puentes, visitar museos o regodearse en parques y plazas, rogando a Dios por la veracidad de al menos una de las direcciones propuestas. Y en las siguientes líneas la revelación del secreto en el que se apoya el reportero precisado a sugerir territorios que nunca ha visitado: la observación atenta de los cromos y de las postales fotográficas es de un valor incalculable para cuando corresponda sumergirnos en ese itinerario imposible.
Si uno mira con disciplina, abandonándose a las formas y a los juegos de luz de las imágenes impresas a full color, podría ocurrir el milagro de pisar el paisaje de nuestras indagaciones, sentir el pelo revuelto por la brisa marina, saborear las frituras aceitosas de las callejuelas del centro de Estambul o angustiarnos por el grito filoso de un niño perdido entre la multitud del Templo de Santa Sofía.
De trabajar la concentración según estas indicaciones, sentiremos los pies arder y la camisa empapada tras el intenso recorrido. Entonces, nos sentaremos a descansar en una escalinata a la sombra del Palacio Topkapi, beberemos un café en alguna barra del Gran Bazar, inhalaremos un tabaco musulmán hasta el último párrafo, hasta la línea final que nos arroje fuera de la travesía pues el agua está por irse y hay que llenar tobos o ir a recoger a los muchachos al colegio.
Al volver la página nos invadirá una nostalgia equivalente a aquella que domina a los grandes expedicionarios cuando regresan a casa e introducen la llave en el cerrojo de la puerta. Aunque nosotros disfrutamos de un privilegio excepcional y es que en las antesalas de los consultorios médicos y de las barberías abundan las revistas de turismo en cuyos índices -¡ves qué afortunados somos!- podremos reencontrarnos para elegir a nuestro antojo el próximo destino, si montar avestruces sobre la llanura australiana, o a los pies del Arco del Triunfo advertir la fragancia impresa en la piel de una florista francesa y callejera.

miércoles, julio 18

Henrilson José y los baños de cariaquito mora´o

Apenas leí en el periódico que la escritora J.K. Rowling amasó una fortuna superior a la de la Reina de Inglaterra gracias a las novelas de Harry Potter, me abalancé sobre la computadora para iniciar la redacción de una epopeya infantil cuyos jugosos dividendos paguen parte de mis deudas. A la exitosa fórmula del aprendiz de mago, le incorporé un toque de color local cuyas características dejan en pañales la emoción generada por las arañas monas gigantes y los dragones hambrientos de la saga inglesa.
Mi Harry se llama Henrilson José, hijo de una ama de casa, y un mototaxista residente en El Guarataro que todos los días regresa vivo al hogar tras cumplir su riesgosa jornada por las calles capitalinas (de ahí le vienen al chico sus poderes mágicos). Pero un día al padre lo detienen por no llevar en regla los papeles de la moto ni medio en el bolsillo para mojarle la mano al fiscal de tránsito, percance que lleva a Henrilson José a asumir el sustento familiar.
Enterado de sus habilidades extraordinarias, nuestro protagonista decide ganarse la vida dando ramazos con cariquito mora´o y prediciendo el futuro mediante la lectura del tabaco y de la borra del café. Obtiene una nutrida clientela por acertar regularmente los números de la lotería y los ganadores de las carreras de caballos, razón por la que el Seniat lo acusa de evadir impuestos, suspendiéndole la concesión del negocio de esencias que Henrilson José había montado en el mercado de Quinta Crespo.
El héroe se ve obligado entonces a improvisar malabares bajo los semáforos de la Libertador, momento cuando conoce a dos magos fabulosos: Lila, que domina el secreto de la vida eterna, y Lapi, consumado escapista. Juntos practican trucos sin precedentes, tales como la interpretación de los sueños sin consultar el Libro de San Cono, o conseguir por medios sobrenaturales un kilo de caraotas negras.
Pero basta que los chicos se inscriban en una escuela pública para descubrir que sus poderes no son nada del otro mundo: en el centro educativo es bastante común observar a padres y representantes apelando al arte de la hechicería durante la compra de los útiles escolares y el uniforme, o a los maestros llevando sendas pepas de zamuro como talismán para el cobro de los Cestatickets. De esta manera Henrilson José confirma la sospecha que intuía desde el principio de sus aventuras: en este país sobran los magos que hacen que eso de perseguir una pelotica montado sobre un palo de escoba parezca una ocurrencia más del Hermano Cocó.

domingo, julio 8

Ratón moral

Abundan las recetas para combatir el malestar físico luego de una noche de tragos (hervido de gallina, jugo de tomate, analgésicos, dormir mucho); pero no hay un remedio instantáneo contra la madre de las resacas, el ratón moral, aquella que al día siguiente del sarao hunde al espíritu en un albañal de remordimientos.
Haría falta un depurativo para este género de quebranto. Lo primero que se me ocurre (agarra el dato, industria de los refrescos) es una bebida energizante destinada, no a reponer las sales minerales del organismo, sino a rehidratar la vergüenza hecha trizas durante el descalabro de la sensatez. Hasta he pensado en el comercial para la televisión: (Voz en off) “Señor… ¿llegó usted tarde a casa y le cayó a cachetadas a su esposa por no esperarlo con la cena caliente?” (imágenes alusivas al hecho) “Señora… ¿luego de la cuarta copa de vino le dio por besuquearse con medio personal de la oficina?” (se difumina la secuencia de una doña dejándose manosear, para dar paso a close up de Pedro Penzini Fleury que anuncia, bebida en mano y logo de fondo:) “¡Tome Moraltorade y dígale adiós al reconcomio!”.
Un invento mayormente provechoso sería una máquina del tiempo, retroceder hacia el minuto preliminar a aquél en el que le pellizcamos una nalga a la novia de nuestro mejor amigo o embestimos el carro contra un poste. Hasta programaríamos el artefacto para que nos lleve al momento justo cuando la laguna mental ahogó el recuerdo, recuperando para la memoria los episodios perdidos entre las dos y las cinco de la madrugada, entre el sexto y el décimo trago. Y es que no hay peor ratón moral que despertarse culpable sin saber por qué.
Como ninguno de los sistemas mencionados existe, queda una única alternativa: goce su ratón moral. Quizá hasta sea mejor así. La ruina anímica no sólo invade tras el exceso etílico. Hay gobiernos, monarquías y religiones cuyas metidas de pata acarrean, no digo un ratón, sino un canguro moral. Consumada la bajeza, el trasnocho del alma también domina a ciertos delatores, inconsecuentes y mercaderes de la conciencia, quienes ya obtienen un logro si luego llegan a sentirse unos bichos, primer paso éste para sacar los pies del desmadre.
No sentir ni siquiera un hamster echándonos en cara nuestras pifias cuando nos miramos al espejo, eso sí que haría de la nuestra una compañía peligrosa.