martes, octubre 30

El botellón


Ya perdí la cuenta de las mujeres que me he levantado a las puertas del abasto ¿Mi truco? Cargar con gallardía el botellón de agua. “Guapo… ¿y a dónde te diriges con ese botellón de policarbonato retornable?”, me cortan el paso desde jovencitas hasta señoras de la tercera edad cuando voy con el envase parapetado sobre una de mis clavículas, tarea que sin duda evoca en un recodo del alma femenina la imagen ancestral del macho camino a la cueva con un trozo de mamut sobre los hombros para proveer de sustento a los suyos.
Y es que el manejo público de dicho artículo revela rasgos de carácter muy apreciados por las damas. En primer lugar, el sentido de la responsabilidad, que transportar tan pesado mamotreto es garantía de mansedumbre y cumplimiento del deber. También, confirma la posesión de vitalidad y salud con mayor contundencia que una tanda de anaeróbicos en el gimnasio (ningún debilucho ni aquejado por hernias discales soporta 5,1 galones del preciado líquido sobre el lomo. Y que quede claro: 5,1 galones, no la irrisoria presentación de agua mineral de 5 litros, apropiada para enclenques y pusilánimes). Las muchachas en edad casadera saben esto, y deducen que quien pueda con un botellón de agua logrará la romántica hazaña de alzarlas en peso para cruzar el umbral de la casa al regreso de la luna de miel.
Otro atributo es la destreza manual en compañía de la paciencia, cualidades ineludibles al momento de destapar el botellón. Ni desactivar una ojiva nuclear demanda tanta pericia. Cualquier recurso es válido para conseguir la victoria en esta pelea cuerpo a cuerpo, desde un cuchillo de sierrita, alicates, o la efectiva maniobra de caerle a mordiscos a la tapa.
Así que no se excuse con que llegó cansado del trabajo y asuma el rol que, desde las clásicas tinajas de la época independentista, la historia le reserva:
- La tinaja está vacía –sin duda recibió más de una vez Manuelita Sáenz al Padre de la Patria cuando éste aún no terminaba de bajar de Palomo.
- Mi vida, estoy cansadísimo. Vengo de atravesar el páramo de Los Andes y todavía me quedan cuatro naciones más por libertar.
- Déjate de evasivas y te me vas ahorita mismo al pozo a llenarme la tinaja.
Los incautos delegan en terceros la delicada tarea de conducir el botellón hasta la cocina ¡Cuánta inocencia! Si las películas y series de TV señalan a los jardineros como culpables de que muchas esposas de habla inglesa incurran en la infidelidad, la versión criolla sería el muchacho del botellón. Porque la paciencia femenina abarca muchas áreas, menos ver el botellón vacío por más de un día. Si, por el contrario, usted desea romper con su pareja, deje que las arañas tejan la coartada sobre la boca de estos recipientes.

De allí que cuando vea en la calle a una dama que arrastra sus pies, fatigada bajo el peso de un botellón, puede usted jurar que esa mujer lleva el corazón roto.

martes, octubre 23

Doñita

Admito mi torpeza para los tratamientos profesionales. No sé, por ejemplo, cómo llamar a un abogado que recién conozca ¿Le digo “doctor Benítez”? Quizá; aunque, sin ánimo de restar méritos a los paladines de la cuestión jurídica, para mí doctor es quien tiene un Ph.D. o lleva colgado del cuello un estetoscopio ¿“Señor Benítez”? No creo, algo falta ahí. Supongo que lo apropiado sería “abogado Benítez” o “abogado” a secas, aunque esta alternativa me incomoda porque suena como si Benítez vino a embargarme.
El caso es que un uso inadecuado de los tratamientos profesionales puede resultar catastrófico, y más de un “chef” desafiará con una tormenta de ollas al comensal que quite status a la sazón de aquél llamándolo “cocinero”. Decidirse por el nombre de pila tampoco es sensato: a muchos profesionales les disgusta que su interlocutor omita durante la charla el título que tan vistosamente enjoya sus tarjetas de presentación, la puerta del despacho y las firmas al pie de los mails. Otra salida invocada por muchos es decirle “maestro” a media humanidad; pero, a menos que se tratara de un representante del noble oficio magisterial, nunca he emplazado así a nadie, básicamente porque me suena pavoso.
El asunto se complica con los tratamientos no profesionales pues hay destinatarios que no desean el rango: en más de una ocasión he visto estallar un fuego homicida en los ojos de mujeres a las que he llamado “señora” en lugar de “señorita”. Muchas damas reciben con angustia esta imperdonable falta de delicadeza, como si de golpe la palabra les recogiera el pelo en un moño y las llevara a un zaguán a tejer puntos de cruz, junto a tías y madrinas.
¿Los hombres somos insensibles a estas fórmulas? Lo dudo. Da un fresquito cuando -cada vez con menor frecuencia- alguien me llama “chamo” a cambio del evidente “señor”, pese a que ya tenga estudiado los gestos para cuando me arrope el “don” (uno de mis favoritos y con el que un día comenzaré a recibir en casa a las visitas, es la expresión de Vito Corleone en “El Padrino”, donde, instalado en la butaca de cuero y con los ojos entrecerrados, agita los dedos índice y medio para hacerle entender al servil que puede acercarse).
Lo dicho revela el capital manipulador de los formulismos sociales. El atajo de llamar “muchacha” a la casera que visiblemente ya no ocupa esa categoría, logra metérnosla en el bolsillo en apenas una palabra. Si, por el contrario, usted desea vengarse de la cajera treintañona que se negó a cambiarle un billete de diez mil, la mejor pedrada es despedirse con perversa cortesía: “Está bien, y disculpe la molestia… do-ñi-ta”.
Pronunciado así, lentamente, para que cada sílaba hiera como una puñalada.

miércoles, octubre 17

La bella y la bestia

Cuando un hombre feo alcanza el inusual logro de empatarse con una mujer bonita, sólo tiene que preocuparse de tres cosas: los amigos, la familia, y el resto de la sociedad.

Los amigos
Al inicio de la relación, los amigos y amigas del ala intachable figuran como los más severos adversarios, recordándole a la guapa cuando salía con determinado galán, todo un sinvergüenza y quien llegó a ponerle el ojo morado varias veces, pero que ahora está libre y arrepentido. O cometen el descaro de presentarle, a espaldas del feo, otros prospectos a la beldad. De allí que digan que los feos son celosos y dominantes. No es eso. Lo que pasa es que son realistas, saben que no pueden darse el lujo de abandonar a la intemperie tan apetecida joya. La bella, en cambio, no tiene motivos de qué preocuparse cuando el feo le informa: "Mi amor, mañana salgo a una playa nudista y regreso en una semana". "Chévere -responde la maja, impasible-. Pero cuidado y botas los lentes culo e´ botella".
La familia
Al momento de conocer a la bestia, los padres de la bella se topan de frente con la peor de sus pesadillas, que no es otra que la siguiente: si la relación madura y los asimétricos contraen matrimonio (durante la boda los invitados comentan convencidos que fue él quien debió de cubrirse la cara con el velo) vendrán los hijos, a quienes el ave sin gracia podría empañarles el patrimonio genético. Por eso en las salas de espera de las maternidades los padres de las parturientas hermosas se muestran el triple de nerviosos. Se muerden las uñas y rezan a la virgen por 1) la parturienta, 2) el bebé, y 3) por que el bebé no salga al padre.

El resto de la sociedad
Cuando ambos salen de paseo en el carro, los peatones piensan que el feo es el chofer de la sublime dama. O la policía los detiene frecuentemente al presumir que se trata de un secuestro express. Aclarada la situación, ella es perseguida por rumores del tipo: “Mujer pa´ interesada: seguro que anda con ese mamarracho por los reales”. De allí que el feo precise realizar grandes esfuerzos para adjudicarse valor agregado y, ya sea mediante el constante suministro de conversaciones amenas, platos exquisitos o un perenne sentido del humor, compensar el estrabismo o las marcas de acné.
Pero el tiempo, con su sabiduría, equilibra los contrastes. Cuando la bella envejece, su rostro pierde la lozanía; pero cuando el feo envejece, pocos notan la diferencia de cuando tenía 20 años de edad y ahora 57. Y es ésta, por qué dudarlo, la prueba definitiva de su amor.
Pocos bejucos, hierba malagradecida, se resisten al perfume de las rosas frescas.

lunes, octubre 8

Sólo porque insistes

Los invito a estudiar cómo piensa una persona que gusta hacerse la dura. Para nuestro análisis utilizaremos el diálogo (ni tan ficticio) con una suegra, bastante válido para toda situación que involucre a otros individuos hambrientos de súplicas. Comencemos.
- Suegra, la invito a cenar.
- Es que no tengo mucho apetito –responde la doña, pese a que no ha probado bocado en todo el día a la espera de la invitación. Noten que enfatiza el adverbio “mucho”, es decir, su grado de apetito es cuestionable y deja una fisura abierta a los ruegos.
- Vamos, seguro que en el restaurante se le despierta.
- Es que no me gusta que gastes en mí –se excusa, aunque si esto fuese verdad, en las pasadas navidades no hubiera pedido de regalo una lavadora/secadora morocha. Y es que un experto en hacerse el duro tiene clarísimas sus prioridades: se hace el duro en lo intrascendente, para doblegarse en lo fundamental. Se opondrá con firmeza cuando un pariente o amigo pretenda obsequiarle, por ejemplo, un yesquero de mil bolos: “no, no, gracias… me daría mucha vergüenza despojarte de tan preciado bien” ¿Un bolígrafo tapa amarilla? “Déjalo así, a ti te hace falta” ¡Ah! pero ante el ofrecimiento de un televisor plasma de 42 pulgadas e interface de alta definición, inteligentemente abandonará toda resistencia: “me pones en un compromiso, pero dame acá ¡Ya está bueno de andar despreciando tanta generosidad de tu parte!”.
- Suegrita, una sopa por lo menos.
- No, mijo, yo me la preparo aquí –frase con que denota su sacrificio en aras del bien ajeno. Eso sí: conoce los límites, sabe cuándo detenerse pues, de sobrepasarse, entonces sí tendría que ponerse a cachifear.
- ¿No va a ir entonces?
- Bueno, está bien... Sólo porque insistes –y he acá el fin de toda persona ávida de súplicas: dejar por sentado que al recibir el beneficio, está haciendo un favor.
Destino las últimas líneas para ventilar un caso emblema, el de la moza negada a ceder su flor al pretendiente. Los inexpertos suelen reaccionar ante esta situación soltando con torpeza: “pero no te hagas la dura, mami”, terrible argumento con que sólo obtendrá que la chica, desenmascarada, redoble la resistencia. Así que tomen nota: el hacerse de rogar se combate con más hacerse de rogar.
- Mi amor, dame un piquito en la boca.
- Me da pena -porfía la doncella por cuarta vez.
- Tienes razón, tesoro. Por eso hoy mismo me uno a una secta donde se practique la abstinencia sexual.
- ¿Cómo es eso?
- Sí, una fe donde todo manoseo sea condenado por el sumo sacerdote.
- ¿Ni una agarradita de teta?
- Nada.
- Ay, cielo –dice ella, mientras ya desliza su mano por sobre la rodilla del beato-. Vente pa´ca.
- Bueno, está bien, mami... Sólo porque insistes.

lunes, octubre 1

Yo te hago ese Partenón

Conseguir una buena pareja es difícil, pero no tanto como encontrar un buen albañil. Tras años de cañerías que gotean a la semana de su colocación, de baldosas trémulas al contacto con el pie, reproduzco aquí mi experiencia con la que de seguro muchos de ustedes se identificarán (si siguen vivos, si aún no les ha caído encima el machihembrado cosido a punta de teipe y silicona):
“Esa mampostería es un asco”
Cuando el tipo de albañil al que me refiero recorre el inmueble donde solicitaron sus servicios, su primera acción consiste en desprestigiar la obra del colega que lo precedió (“ese zócalo es una estafa” o “¿y usted pagó por esta porquería de encofrado?”). Es que si lo llevan a la Capilla Sixtina, el cuestionador implacable no demorará en reprochar el pésimo acabado del techo, afirmando que más de una vez le ha tenido que sacar las patas del barro al chimbo de Miguel Ángel Buonarroti. Uno jura que ahora sí la pegó.
“Yo te hago ese Partenón”
Son multidisciplinarios. La mayoría dice ser electricista, pintor de brocha gorda y fina, carpintero, plomero, herrero, jardinero, ebanista e ingeniero geodésico, todo en uno. Si usted demanda una pirámide en el patio, el polifacético ni pestañeará al asegurarle: “¡Cómo no! ¿Acaso usted no sabe que yo frisé la de Giza?”.
“El pago en dos partes”
El contrato verbal consistente en la cancelación de la primera cuota de los honorarios al inicio de la obra, y el resto al final, vence cada viernes por la tarde, cuando usted será embestido por una mirada de personaje de anime japonés a punto de romper en llanto, en compañía de la solicitud de “una fuerza”.
“En una semana está listo”
El tiempo prometido para la conclusión del trabajo, multiplíquelo por tres (si tiene suerte).
“Esto y nada más”
Olvide que los gastos terminan en la lista de materiales de construcción requerida en un inicio: le sugiero mudarse a la ferretería y así evitar los dos y hasta los tres viajes diarios en busca del tomacorriente faltante u otro saco de cemento ¡Ah!, y al final, reserve un espacio en el balcón para las 38 cabillas y los 106 bloques sobrantes.
(Silencio)
¿El señor no habla porque está concentrado en su trabajo? Sí, Luis. Es un grabador encendido que, ya en casa o al compartir con sus compañeros, reproducirá que a usted su señora le alza la mano eventualmente.
“¿Le gustó el trabajo?”
Por favor, diga que sí. Es desaconsejable ponerse Popy con sujetos duchos en el manejo de sopletes, sierras eléctricas y cortafríos; mucho menos negarse a pagar porque no le gustó el resultado. Trague grueso y despídase con una sonrisa. De esto dependerá que a última hora el personaje enrosque el tornillo necesario para evitar que el ventilador de techo recién empotrado sobre la mesa del comedor, caiga justo a la hora de la cena.
Que se lo digo yo.