Muchos de nosotros podremos montar en enero una papelería especializada en la venta de bolígrafos y agendas, artículos que cada fin de año son la única elección de quienes, sin mucho esfuerzo creativo, obsequian un detalle que conjuga lo práctico con lo… bueno, solamente lo práctico.
Con los bolígrafos no hay rollo tras arrumarlos en una gaveta para cuando hagan falta; el enigma está en qué hacer con la agenda lunar, la ejecutiva, la motivacional y hasta la de Bob Esponja. Lo peor es que pasamos de ser personas que odian recibir agendas, a desaforados regaladores de agendas (ha ocurrido que, para salir de la aglomeración, originamos un círculo vicioso que suele extenderse hasta mediados de junio, cuando el boomerang en funda de vinil vuelve a las manos del sujeto que inició el ciclo).
Los calendarios ocupan otro lugar insigne entre los obsequios pascueros. Desde la modesta panadería hasta la más trasnacional de las entidades bancarias, no dejan pasar diciembre sin consentir a su clientela con un calendario. Hay dos variantes: los de escritorio, donde estorban todo el año y se caen mucho al piso; y los de bolsillo, bastante útiles si aparecieran cuando se les necesita.
Recuerdo con nostalgia una variedad de almanaque hoy en desuso, el taco de pared, impreso en un papel de una calidad aterradora, y en cuyo reverso de cada página venía siempre un chiste, un refrán, una frase de autor o una caricatura que de muchacho yo revisaba a diario, convencido de que tal costumbre ayudaría a forjarme una sólida cultura. En enero llegaba gordo a casa para, a golpe de octubre, lucir bastante desmejorado. A los niños no les preocupa el paso del tiempo (aunque las fechas en rojo producían una ansiedad inexplicable), y el progresivo adelgazamiento del taco, señal de que otras vacaciones y cumpleaños venían en camino, alegraba tremendamente.
También hay ejemplares que no provoca botarlos una vez caído el último de sus días. Aquéllos que sobre las paredes percudidas de los talleres mecánicos mostraban a un hembrón inclinado sobre el capó de un Ferrari Testarossa, colgados allí con el propósito de restarle ingratitud a la espera, evolucionaron hasta convertirse en los tersos artículos de lujo que son hoy los calendarios calientes, pero sin traicionar su inspiradora misión original: a mal tiempo, buena cadera, senos, muslos, piernas, cintura y hasta cara.
Las novedades tecnológicas arrasaron con las hojas de los viejos calendarios, pero me gusta pensar que el género todavía tiene mucho que ofrecer. Un almanaquero calculador se forraría en billete si lanzara al mercado un calendario sin lunes, con feriados que tiendan sus puentes por semanas, o nombrando enero a los otros once meses para que cada mañana, al abrir los ojos, sea el inicio de un nuevo año.
sábado, diciembre 29
martes, diciembre 18
Lambucios a prisión
Amén de los ya vigentes impuestos
extraordinarios a las bebidas alcohólicas y el tabaco, varios países estudian la
posibilidad de restringir la asistencia médica a obesos y fumadores como parte
de una política destinada a imponer un estilo de vida saludable. Así las cosas,
que no nos sorprenda abrir el periódico un día de estos y encontrar a los individuos
reacios al fitness y el requesón,
como protagonistas de los siguientes titulares:
Detenidos traficantes de chinchurrias
La banda
conocida como “Los Grasositos” fue capturada este fin de semana durante un
allanamiento realizado por funcionarios del Cicpc en la guarida de los
malhechores, ubicada en las inmediaciones de la Calle del Hambre, Municipio
Baruta. En el operativo se incautó un alijo de chinchurrias que los
delincuentes ocultaban dentro de panelas de droga.
OMS felicita al gobierno
La
Organización Mundial de la Salud calificó de excelente iniciativa macrobiótica
la ausencia de azúcar refinada en los supermercados y bodegas del país. En un
comunicado de prensa, el organismo, con sede en Ginebra, recomendó extender la
saludable medida a la sal, las chistorras y las paticas de cochino.
Linchan a holgazana
Miembros
de una clase de bailoterapia ultimaron ayer a una compañera de ejercicios que
se negó a incorporarse a la posterior sesión de abdominales. Alentada por el
entrenador del gimnasio “La Gota Gorda”, la multitud enardecida arremetió con
las alfombrillas de hacer yoga y los balones medicinales contra la humanidad de
la antisocial. Según testigos, la malviviente solía fumar y no cocinaba con
aceite de oliva.
Atrapado ‘grasomula’
Efectivos
de la Guardia Nacional detuvieron en el Aeropuerto Internacional de Maiquetía Simón
Bolívar a un pillo de 30 años de edad que llevaba en su estómago 10 dediles de
presunta morcilla. Presa del nerviosismo, el sujeto confesó su fechoría y fue
puesto a las órdenes de fiscales del Ministerio Público para el respectivo
proceso judicial.
Abatido comensal de patacones
El
occiso, quien se desempeñaba como gaitero, fue atrapado con las manos en el
plátano mientras devoraba un tostón relleno con salsa rosada y doble capa de
queso palmita; resultando abatido por los uniformados cuando intentó huir pero sus
45 kilitos de más le impidieron saltar una cerca de ciclón.
Chacao ordena “Cerrar el Pico”
La Alcaldía
de Chacao decidió retomar el Plan Pico y Placa pero aplicado a los comensales
del municipio y, de ahora en adelante, los días lunes no podrán salir a la
calle los entusiastas de las arepas; los martes, los de tequeñones; los
miércoles, los de empanadas, los jueves está penado con 100 unidades
tributarias engullir pasteles andinos, mientras los viernes y fines de semana
queda terminantemente prohibido catar mugrositos. La medida cuenta con la
asesoría de Lilian Tintori.
La reforma va
Tanto diputados
oficialistas como opositores coincidieron ayer en convocar una sesión extraordinaria
para definir el Vegetarianismo del Siglo XXI, así como para suprimir el
amarillo No. 5 de la bandera nacional. Por vez primera, representantes de los
sectores en pugna corearon, abrazados a las puertas del palacio legislativo,
una misma consigna: “¡Espinaca, naturismo o muerte!”.
lunes, diciembre 10
En la zapatería
Comprar zapatos es una actividad que diferencia a los hombres de las mujeres a las puertas de una zapatería. Un hombre se percata de que necesita zapatos cuando comienza a sentir entre los dedos las piedras del camino; entonces entra a una zapatería y pide un modelo muy parecido al que lleva puesto para, al momento de probárselo, descubrir que sus medias lucen un hueco enorme por donde se asoma media pierna. Los criterios para la compra son la durabilidad y el confort, es decir, que el zapato no prense los juanetes tras doce horas de uso continuo.
Pero en las mujeres (y los metrosexuales) adquirir calzado ejerce una sólida fascinación. El operativo se inicia semanas antes, con el análisis de los ejemplares apilados en el closet. Luego de cerciorarse de que su actual provisión de treinta pares no basta, se abandonan sin culpas a la ceremonia preliminar: hacerse la pedicura, o al menos un adelgazamiento de callos con piedra pómez para disimular cualquier semejanza con los pies de Pedro Picapiedra.
A quienes somos arrastrados por nuestra pareja a este martirio, impacienta: 1) destinar toda una tarde viendo vidrieras, desde donde ella imagina su pie alojado en modelos carísimos que el presupuesto descartará en la última ronda; 2) luego de recorrer los seis niveles del centro comercial, el modelito escogido es el del primer establecimiento visitado; y 3): requerir varias tallas menores al 40 con que la naturaleza la castigó, que en estas circunstancias tener pies grandes -para los que no se han inventado, todavía, liposucción o Pilates que valgan- aflige más que una úlcera duodenal.
Tras discutir pormenores de colores y precios, la vendedora se acerca trayendo entre sus manos la caja con el decimosexto modelo elegido. Pero la mujer no ve una caja sino un cofre ocupado por una promesa. A estas alturas ya ha puesto a un lado el carcamal con que llegó allí, esa cáscara desgastada por los viejos pasos, y contiene la respiración mientras reproduce el gesto de quien mide con la punta del pie la temperatura del mar. Durante el breve plazo en que la prenda remonta la loma del metatarso, a la clienta la recorre el estremecimiento de aquella chica del cuento que, calzándose una zapatilla, emprende la reconquista del reino.
Sospecho que para una mujer comprar zapatos es un simulacro de recuperación de la virginidad. He ahí el peligro y el misterio. Nadie sabe en qué piensa cuando se prueba uno. Podremos suponer que pretende estrenarlo durante Nochebuena; pero hay damas convencidas de que un calzado magnífico luce hasta cuando se lleva en la mano para no despertar a nadie mientras huyen de casa a medianoche, sigilosamente.
Compadre, avíspese ante una mujer con zapato nuevo. No camina de la misma manera, habla y sonríe diferente, recorre con otra firmeza el camino.
Como si pisara el mundo por primera vez.
Pero en las mujeres (y los metrosexuales) adquirir calzado ejerce una sólida fascinación. El operativo se inicia semanas antes, con el análisis de los ejemplares apilados en el closet. Luego de cerciorarse de que su actual provisión de treinta pares no basta, se abandonan sin culpas a la ceremonia preliminar: hacerse la pedicura, o al menos un adelgazamiento de callos con piedra pómez para disimular cualquier semejanza con los pies de Pedro Picapiedra.
A quienes somos arrastrados por nuestra pareja a este martirio, impacienta: 1) destinar toda una tarde viendo vidrieras, desde donde ella imagina su pie alojado en modelos carísimos que el presupuesto descartará en la última ronda; 2) luego de recorrer los seis niveles del centro comercial, el modelito escogido es el del primer establecimiento visitado; y 3): requerir varias tallas menores al 40 con que la naturaleza la castigó, que en estas circunstancias tener pies grandes -para los que no se han inventado, todavía, liposucción o Pilates que valgan- aflige más que una úlcera duodenal.
Tras discutir pormenores de colores y precios, la vendedora se acerca trayendo entre sus manos la caja con el decimosexto modelo elegido. Pero la mujer no ve una caja sino un cofre ocupado por una promesa. A estas alturas ya ha puesto a un lado el carcamal con que llegó allí, esa cáscara desgastada por los viejos pasos, y contiene la respiración mientras reproduce el gesto de quien mide con la punta del pie la temperatura del mar. Durante el breve plazo en que la prenda remonta la loma del metatarso, a la clienta la recorre el estremecimiento de aquella chica del cuento que, calzándose una zapatilla, emprende la reconquista del reino.
Sospecho que para una mujer comprar zapatos es un simulacro de recuperación de la virginidad. He ahí el peligro y el misterio. Nadie sabe en qué piensa cuando se prueba uno. Podremos suponer que pretende estrenarlo durante Nochebuena; pero hay damas convencidas de que un calzado magnífico luce hasta cuando se lleva en la mano para no despertar a nadie mientras huyen de casa a medianoche, sigilosamente.
Compadre, avíspese ante una mujer con zapato nuevo. No camina de la misma manera, habla y sonríe diferente, recorre con otra firmeza el camino.
Como si pisara el mundo por primera vez.
lunes, diciembre 3
Droga luminosa
La junta vecinal de donde vivo decidió imponer una multa a quienes no adornaran la fachada con lucecitas navideñas. Formé parte del grupo adverso a tan radiante medida, que, de consentir dicho atropello, en la próxima Semana Santa los vecinos seríamos forzados a esparcir incienso por las habitaciones de la casa, o a disfrazarnos de negrita durante las festividades carnestolendas.
Gracias a la presión ejercida la multa fue anulada, mejor dicho, sustituida por una condena peor: el sordo reproche de los vecinos que sí decoraron sus casas con motivos navideños. Más de uno (cuyos porches vistosamente iluminados parecen pista de aterrizaje) me quitaron el habla, mirándome como quien ve al Anticristo envuelto en una sospechosa oscuridad (corren rumores de que las casas sin lucecitas sirven como sede de sectas y demás cofradías espeluznantes).
A la quinta pedrada lanzada a medianoche desde un vehículo a toda velocidad sobre los vidrios de mis ventanas, temí despertar con el chisporroteo de una cruz inmensa clavada en el jardín y envuelta en candela, y puse fin a tanta testarudez con una tímida estrellita intermitente, el decorado más modesto de la cuadra. Fue la primera bocanada de una peligrosa droga decembrina.
No tardé en descubrir que la decoración navideña es un símbolo de status, centelleante escala que desnuda las circunstancias socioeconómicas de cada hogar. El escalafón va desde aquella guirnalda cuyo peso y volumen por poco doblan la Multilock que la sostiene, hasta las estrellitas pusilánimes (como la mía) cuya languidez lleva a los transeúntes a presumir que sólo la bancarrota justifica tanta postración lumínica. Y nadie desea rayarse tan feamente.
De manera que aderecé la íngrima estrellita con un hilo de 100 luces. El vecino cuya decoración navideña quedó rezagada tras esta maniobra, respondió el golpe con un muñeco de nieve inflable. Eso no se iba a quedar así. Al día siguiente incorporé unos renos de esos que mueven el cuello de un lado a otro, a lo que la pareja de la esquina contraatacó con un par de pingüinos musicales.
Protegidos por el silencio de la noche, salimos de nuestras casas, sin hacer ruido, a añadir una bota de fieltro, un ángel mecánico, otro tramo de luces extra, para a la mañana siguiente intercambiar miradas inflamadas por una sutil pero hiriente echonería. Anoche la familia de la acera opuesta desplegó sobre su techo la sádica ofensiva de un San Nicolás tamaño natural. Me tiene sin cuidado, hasta ahora nadie sospecha la carnicería por venir. Y así el dinero del aguinaldo se me vaya en financiar la victoria, sólo me falta contactar al Melchor del pesebre viviente que durante la Nochebuena detone el tiro de gracia.
Gracias a la presión ejercida la multa fue anulada, mejor dicho, sustituida por una condena peor: el sordo reproche de los vecinos que sí decoraron sus casas con motivos navideños. Más de uno (cuyos porches vistosamente iluminados parecen pista de aterrizaje) me quitaron el habla, mirándome como quien ve al Anticristo envuelto en una sospechosa oscuridad (corren rumores de que las casas sin lucecitas sirven como sede de sectas y demás cofradías espeluznantes).
A la quinta pedrada lanzada a medianoche desde un vehículo a toda velocidad sobre los vidrios de mis ventanas, temí despertar con el chisporroteo de una cruz inmensa clavada en el jardín y envuelta en candela, y puse fin a tanta testarudez con una tímida estrellita intermitente, el decorado más modesto de la cuadra. Fue la primera bocanada de una peligrosa droga decembrina.
No tardé en descubrir que la decoración navideña es un símbolo de status, centelleante escala que desnuda las circunstancias socioeconómicas de cada hogar. El escalafón va desde aquella guirnalda cuyo peso y volumen por poco doblan la Multilock que la sostiene, hasta las estrellitas pusilánimes (como la mía) cuya languidez lleva a los transeúntes a presumir que sólo la bancarrota justifica tanta postración lumínica. Y nadie desea rayarse tan feamente.
De manera que aderecé la íngrima estrellita con un hilo de 100 luces. El vecino cuya decoración navideña quedó rezagada tras esta maniobra, respondió el golpe con un muñeco de nieve inflable. Eso no se iba a quedar así. Al día siguiente incorporé unos renos de esos que mueven el cuello de un lado a otro, a lo que la pareja de la esquina contraatacó con un par de pingüinos musicales.
Protegidos por el silencio de la noche, salimos de nuestras casas, sin hacer ruido, a añadir una bota de fieltro, un ángel mecánico, otro tramo de luces extra, para a la mañana siguiente intercambiar miradas inflamadas por una sutil pero hiriente echonería. Anoche la familia de la acera opuesta desplegó sobre su techo la sádica ofensiva de un San Nicolás tamaño natural. Me tiene sin cuidado, hasta ahora nadie sospecha la carnicería por venir. Y así el dinero del aguinaldo se me vaya en financiar la victoria, sólo me falta contactar al Melchor del pesebre viviente que durante la Nochebuena detone el tiro de gracia.
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