lunes, mayo 5

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Cuando estoy en una librería no resisto la tentación de meter la cabeza en ese vendaval de buenos deseos que son las tarjetas de felicitaciones. Tomo del estante una de bodas, intrigado por el futuro de ese trozo de papel glasé que mañana emocionará a una novia convencidísima de que lo allí impreso en caligrafía dorada, fue pensado exclusivamente para ella (“Felicitaciones en esta etapa de la vida rebosante de júbilo y esplendor”, llegué a leer en uno de estos botones del optimismo). Al regreso de la luna de miel, la desposada fijará la tarjeta al álbum de fotos del matrimonio para mostrarla a media humanidad, cuidando de cubrirla con la película de celofán responsable de protegerla del tacto de los negligentes, el acoso de insectos voraces y de las manos traviesas de los hijos o el primer nieto.
Pero sabemos que no todas las tarjetas de felicitaciones de bodas comparten el mismo destino, por lo que prevalece el misterio de si ésta que devuelvo al estante algún día será consumida por el fuego –resto del álbum incluido- antes de que la destinataria cruce la puerta del apartamento para no volver. Lo cierto es que a partir de las tarjetas de felicitaciones puede trazarse la biografía sentimental de quienes las guarden con esmero. Nacimiento, bautizo y navidades son acontecimientos eternizados en estas azucaradas postales cuya omisión hasta es motivo de tirria (“Ni siquiera una tarjetica me dio el Día de los Enamorados, ¡el muy miserable!”). También las hay para pedir perdón o despedirse cuando el remitente no tiene el valor necesario para anunciar a la cara su partida.
Casi todas carecen, eso sí, de franqueza. Si de mí dependiera imprimir tarjetas de felicitaciones, no dudaría en otorgarle al género una mayor dosis de realidad. “Luego de quemarte las pestañas con los estudios, hoy te gradúas de desempleado” (sugiero acompañar esta esquela con un coco de taxi); mientras hay eventos decisivos que tan eufórica prosa ha dejado huérfanos. “Mis congratulaciones porque el cajero automático no se quedó con los reales”, sería un ejemplar muy solicitado; y cada noche deberíamos de recibir un pedacito de papel satinado con la siguiente inscripción: “¡Felicitaciones, superviviente, por llegar vivo tras torear el hampa!”.
Confieso que mi desatención también aplica para este rubro de la cortesía. No recuerdo ni una oportunidad en que di curso a una postal halagadora, salvo aquéllas firmadas cuando un entusiasta las hace rodar durante el cumpleaños de un compañero de oficina y uno se muele los sesos inventando una frase sentida. Guardo, eso sí, un par que me fuera entregado por gente más amable que yo.
Escribo esto porque hace minutos tropecé con una de ellas en el fondo de una gaveta. La releo y sí, es de una cursilería épica…Pero tampoco soy de palo y mientras la devuelvo a su sitio nadie me quita de la cabeza que la frase allí grabada, Hallmark la imprimió estrictamente para mí.

1 comentario:

Yudith Valles de Perez dijo...

Hola Castor, pasando a saludarte...de las tarjetas es cuestion de gustos creo, a mi particularmente me encanta recibirlas y enviarlas, aunque por lo general las personalizo o las diseño...cada vez son menos usadas, el mensaje de texto por el celular se impuso!