lunes, septiembre 29

Escasez de picones

También en el rubro de los picones se observa una escasez alarmante, no como en el pasado, cuando su espera arrojaba frutos óptimos. En “Buenas y malas palabras” (Monte Ávila, 1987), el estudioso de la lengua Ángel Rosenblat comenta que a mediados del siglo anterior se elevaba en la urbanización caraqueña de El Silencio un paso denominado el Puente de los Picones, allí “permanecían en acecho ociosos adolescentes, mientras las pobres señoras subían y bajaban las escaleras, de tramos descubiertos”. La intromisión visual generaba ciertos percances y un periódico de la época llegó a titular en su primera página “Le rompieron la cabeza por mirar un picón”.
El término, según Rosenblat, deriva de otro territorio con silueta de diamante. “En el beisbol se llama pick up la bola que al batear pega en el suelo; el jugador tiene que agacharse para recogerla, sin dejar de mirar al mismo tiempo para calcular su jugada con precisión (…). Del campo de juego pasó a la vida urbana, que es también campo de juegos variados”.
El recientemente desaparecido Ramón Escovar Salom -en su artículo “El picón en la historia”, publicado en 1956 en El Nacional- ofreció como rasgo definitorio de esta golosina para los ojos “su aire furtivo, instantáneo, pasajero”, acierto secundado por el ensayista Roberto Hernández Montoya en el texto “Mínima teoría del picón”, donde explica: “Es ambiguo porque es puerta entrejunta: ni abierta ni cerrada. Gracias al picón nunca sabremos si la ropa cubre o descubre a la mujer”. Y concluye, de manera irrefutable: “Una mujer desnuda no da picón”.
Pero en estos tiempos cuesta conseguir un picón apegado a la normativa antedicha: o los vestidos no consagran grieta alguna donde quepa la mirada; o el destape sistemático te ofrece, sí, una certeza, pero matando la entretenida emoción de imaginarse esa certeza. Para confirmar esta tesis (nunca emito una opinión sin antes someterla al riguroso método científico) me fui al Sambil con el único propósito de cazar uno. El estudio de campo aplicado sobre una muestra de 275 féminas arrojó el siguiente desenlace estadístico: 72% mujeres con pantalones, 12% mujeres con mono deportivo, 10% mujeres con bermuda; 6% mujeres con manta autóctona.
Al otro extremo del recato están las discípulas de Britney Spears, intérprete que deja sin trabajo a la fantasía cada vez que se monta en un carro y muestra al lente de los fotógrafos, no digo un picón, sino sus Trompas de Falopio, arrebatándole todo el misterio al hallazgo de una gema que -según Hernández Montoya- maneja “negocios secretos con el viento y con la luz”.
Hasta que las salomónicas minifaldas vuelvan a ponerse de moda, presiento que seguirá el inquietante desabastecimiento de picones en su estado puro. Con una salvedad: a diferencia de lo que pasa con los alquileres regulados y las caraotas negras, uno busca el picón, pero es él el que te encuentra a ti.

viernes, septiembre 12

Así es cómo aquí nunca se inventará la rueda

- ¡Usted como que está loco! Dígame… ¿qué utilidad tendría ese perol en forma de casabe o arepa coreana que trae entre manos?
- Muchísimas utilidades. Déjeme explicarle…
- Ya va, que voy al baño y vuelvo… Ajá… ¿cómo me decía que se llama eso que trae ahí?
- Rueda. Este invento mío se llama rueda.
- ¿Y para qué sirve, me pregunto yo?
- Bueno, la rueda podría llegar a ser una metáfora increíble. Gracias a su contribución al desplazamiento, presiento que la gente dirá algún día que su vida va sobre ruedas o, si el asunto empeora, podremos echarle la culpa a la rueda del destino.
- Práctico, sea práctico, que en esta oficina no estamos pa´ coplas.
- Bueno, este invento mío prestaría beneficios en muchos campos. Por ejemplo, hoy a las madres se les acalambran los brazos por cargar todo el día a los tripones; pero con este invento mío, mañana podrán irse a pasear al parque llevando a sus críos en el interior de un cochecito.
- Pero ya el cochecito fue inventado.
- Sí, pero no tiene ruedas. Y hay que ver cómo sufre una madre arrastrando un cochecito sin ruedas.
- Ujum ¿Y eso daría real?
- ¡Claro! La rueda del casino sería una de las atracciones favoritas en Las Vegas, mientras una legión de empresarios amasaría fortunas insólitas en las ruedas de negocios. Eso sin mencionar a la Pirelli o a la Goodyear. Aunque la gente me va a odiar porque esto puede traer cola.
- No plagie, mire que ayer vinieron un planificador urbano más seis fiscales de tránsito a patentar la cola. Pero bueno… ¿Y ya usted inventó alguna otra cosa que le sirva de credencial? No sé, un Abdominazer o algo así.
- La verdad, no.
- ¿Y no trae una carta de recomendación, una tarjeta firmada, cualquier papelito que lo represente?
- Tampoco.
- Bueno, vamos a ver cómo arreglamos esa carencia… Si contáramos con su desprendida generosidad, quizá podríamos... ¡Ya va, que tengo una iluminación! ¡Señores… acabo de inventar la comisión! Y usted será el primer afortunado en mojarme la mano.
- Es que ahorita ando corto.
- ¿Así es la cosa? Llene entonces estos quince formularios, diríjase al registro mercantil, cancele allí los impuestos municipales y, tras adquirir las estampillas de rigor… ¿ve usted esa fila de allá? Pues póngase delante de aquel tipo que asegura haber extraído del sedimento de moho una cura a las infecciones, justo al lado del barbudo que trae un manuscrito de no sé qué cosa de La Mancha.
- ¿Detrás del señor ese que plantea poner goma de borrar al otro extremo de los lápices?
- Como usted quiera.

lunes, septiembre 1

Con el ñame pela´o

Ahora cualquier ingrediente se consigue ya listo para cocinar. Si usted apetece un sancocho, por ejemplo, los automercados ofrecen bolsitas de polietileno con el ñame, el jojoto, el ocumo y hasta la yuca adaptados a las dimensiones de un bocado promedio, atenuando el trajín de cocinar a la mera colocación de tan oportuno reca´o de olla sobre la hornilla; mientras, la guasacaca y la salsa de espagueti cuya preciosista elaboración era motivo de orgullo para nuestras abuelas, hoy vienen en presentaciones de diversos mililitros, con o sin sal.
Muy bueno que ya no se tenga que ordeñar una vaca como preámbulo a la preparación del café con leche, pero tanta condescendencia culinaria terminará aboliendo una de las más eficaces estrategias de manipulación conyugal: no hay mayor astucia que la ejercida por una mujer cuando, durante el proceso de limpiar la panza para el mondongo, recibe con una mirada de abnegación al marido salido del sofá en procura de otra cerveza de la nevera, instante esperado por ella para emitir un suspiro mientras con el antebrazo disipa el sudor de su frente. Son señales de agotamiento cuya lectura no es otra que la que sigue: “¡Mira a esta santa, a esta mártir que luego de tamaña entrega se conformaría con una entradita al cine o aquellos zarcillos que te enseñé el otro día en el centro comercial!”. El propio guiso.
La estrategia es unisex y durante mis incursiones gastronómicas, practico la vieja maniobra de hacerme con el cuchillo un tajito en el dedo o de pegarle la rodilla al horno caliente para no dejar duda de que con la confección de un pasticho pongo en riesgo la vida. Pero si los alimentos procesados (en combinación con las picadoras y demás armatostes que “trabajan por usted”) convierten el acto de cocinar en una tarea sin complicaciones… ¿cómo generar remordimiento en la pareja y los hijos cuando estos se asomen a la cocina? Si comparecer ante los fogones perdiera plenamente su categoría de sacrificio y la gestación del banquete se redujera a oprimir los botones del microondas… ¿cómo aspirar luego a la gratitud o -en no pocos casos- al sentimiento de culpa entre los comensales?
Hasta sospecho que estas trochas culinarias disparan los índices de divorcio ¿Por qué antes los matrimonios duraban tanto? Aventuro una tesis digna de estudio: los maridos de ayer vivían paralizados ante la pasmosa habilidad de sus mujeres al momento de asestarle un palo e´ cochinero al lechón, o de torcerle el cuello a la gallina prevista para la ensalada. Perdida esa destreza gracias a la gallina desplumada, deshuesada y ¡hasta sazonada! sobre los estantes del automercado, ahora pocos señores temen a las represalias al momento de cerrar tras de sí las puertas de la vida en común.
Y ni de lejos aparecerse con las entraditas al cine o aquellos zarcillos del centro comercial.