martes, enero 27

Los cachorros

Cuando parió en casa la Cocker Spaniel, mi señora fijó la política de no vender ni regalar los cachorros al primer advenedizo que tocara a la puerta. Nunca sospeché que el asunto llegaría tan lejos.
La primera regla fue descartar a los niños como adquirientes. Aunque los pequeñuelos exhiban vivaces manifestaciones de afecto ante los cachorros, mi señora –con mucha inteligencia, hay que reconocerlo- desconfía de la constancia infantil: nadie garantiza que el paso a la adolescencia no extinga la emoción inicial, o que el deslumbrante arribo de un Nintendo Wii confine a un segundo plano la atención al cachorro (tampoco califican los muy, muy ancianos, que el perro les podría sobrevivir y quedar a la deriva).
Las parejas de jóvenes novios también son rechazadas tajantemente porque, argumenta mi señora, “mañana se pelean y quizá busquen deshacerse de la mascota que le recuerda a zutano”. Otra categoría para la elección es el estado de salud físico y mental: el solicitante ha de relucir la energía y el ánimo precisos como para sacar de paseo al can mínimo una vez al día, trámite durante el cual ha de lanzarle la pelota por varias horas, sin exhibir muestra alguna de agotamiento y hasta que el brazo del mentor se acalambre o también salga disparado por los aires en compañía de la esfera de goma.
Exige cierto perfil socioeconómico, amén de un grado de compromiso suficiente como para sustituir la compra de un vestido nuevo por vacunas, desparasitaciones más las periódicas consultas donde el veterinario. Para evitar el hacinamiento canino, mi señora es rigurosa en materia inmobiliaria: apartamento de no menos de 135 m2, preferiblemente quinta con patio o casa en la playa.
Los poquísimos candidatos que cumplen las exigencias –adulto de edad promedio, soltero/a o en una relación sentimental estable, física y psicológicamente sano, solvencia económica, vivienda espaciosa y ¡bajo ninguna circunstancia con antecedentes judiciales!- son sometidos a interrogatorios (que no pueden llamarse entrevistas) equivalentes a los formulados en una oficina encargada de adjudicar niños en adopción.
- ¿Qué haría usted si el perrito le mordiera su zapato favorito…? –le lanza mi señora esa conchita de cambur al aspirante.
- Bueno, esteeee… lo regañaría con un periódico.
- ¿Cómo?- reacciona mi señora alarmadísima, pues según ella la respuesta correcta sería exhalar un largo suspiro para en la quincena siguiente, zarandeada por la ternura, contarle el episodio a la vendedora de zapatos.
Ya vamos para tres años en los que cinco bichos nos tienen la casa, el corazón, y otra vez la casa patas arriba; y a medida que pasan los meses mi señora (cuando vamos en el carro se le moja la mirada siempre que nota a un perro arrollado en la vía) acentúa sospechosamente los requisitos para conseguir al amo ideal…
Pero nada que Bill Gates viene a buscar su cachorro.

martes, enero 20

Cotillón

Muchos padres echan pestes en contra de la cruz que significa ir con sus hijos a una piñata, la gritería allí imperante más la angustia de lanzarse al piso para socorrer a sus tripones en la recolección de los coroticos; pero la actitud de casi todos de los que así opinan cambia drásticamente cuando en una fiesta corporativa el anuncio de la hora loca les ilumina la mirada, saltando de sus asientos con las manos extendidas para no quedarse por fuera durante la distribución de los parches de pirata, la serpentina y los cintillos fosforescentes que componen el codiciado cotillón.
Para quienes se creen muy mayores como para disfrazarse en carnaval, este transitorio Río de Janeiro ofrece el mismo profundo significado de la ceremonia carnestolenda. Y es que el cotillón detona un carnaval en miniatura. El ascensorista de la compañía, usualmente cascarrabias, gana la pista de baile convertido en un extracto de Popy, mientras una tiara de plástico cumple el maleficio de transformar a la tímida asistente de Administración en el alma de la fiesta. Nadie se salva. No falta quien le encasquete un colorido sombrero de goma espuma al enfurruñado en su mesa que, apenas se asoma la primera garota, recoge una matraca del piso para unirse al jolgorio.
Se libran feroces luchas por adquirir las piezas exóticas. Señoras varias acorralan en una esquina al responsable del reparto para implorarle que les consiga una peluca fucsia de las que sólo hay tres en el salón (he presenciado tráfico de influencias, recriminaciones ante la sospecha de algún tipo de ventajismo y hasta terribles amenazas si de inmediato no se imparte justicia en la distribución de los antifaces). También hay resentidos, gente carcomida por la envidia durante el resto de la noche, sin ningún otro pensamiento que la definición de la estrategia a seguir para adueñarse de un tocado de indio sioux… aunque la maniobra exija arrancarle la cabeza al aborigen.
Así transcurre la velada con festejantes a medio lucir como los escapados de un circo que bajará su carpa una vez consumida la última gota de licor.
Al término de esta piñata para adultos, descarrilado el trencito hace rato ya, los supervivientes parten en zigzag rumbo al estacionamiento, prometiendo volverse a ver lo antes posible mientras se valen de sus últimas fuerzas para soplar un silbatico de plástico. Algunos cuelgan del espejo retrovisor de su vehículo la guirnalda de inspiración hawaiana como recordatorio para cuando un día de semana, ya de traje oscuro e inmersos en una cola descomunal, acordarse que hace poco se permitieron ser infinitamente absurdos, estrafalarios; una vez perdido el sentido del ridículo fuimos felices, irresponsables, por un par de horas otra vez carricitos.

sábado, enero 17

Reloj sin relojero




Llegué tarde a mi cita con el relojero: cuando por fin me dispuse a reparar el par de relojes que desde años permanecían descompuestos en el fondo de una gaveta, al local destinado para tal fin lo había arrasado ese tsunami tecnológico que dentro de poco terminará de llevarse a las discotiendas, a los fotoestudios y a los videoclubs y ante el cual -todo hay que decirlo- las agencias de lotería resisten con admirable fortaleza.
Para mí el relojero fue siempre una mezcla de dios, mártir y cyborg; con un cristal de aumento pegado al ojo, dominaba ese profundo universo de engranajes dentados que poco a poco le iba comiendo la visión; pero, pobre de él, hoy cada vez son menos quienes recurren a su sabiduría, la hora pasó a ser propiedad de los teléfonos móviles y llevar un reloj atado a la muñeca es -más que un hábito útil- un símbolo de estatus, otra atrevimiento de la coquetería frente al hampa desatada.
Junto a los móviles, una segunda variante relojera goza de excelente salud. Hay mañanas en que el despertador olvida levantarnos porque se quedó dormido y la acumulación de polvo extinguió al pájaro cucú anidado en casa de la abuela, pero el reloj del PC alardea de una autosuficiencia que no precisa de relojeros. Ni siquiera de nosotros, de una mano que le dé cuerda para seguir su marcha. Cuando en la antigüedad a un griego se le caía el reloj al piso, corría en busca de una escoba para barrer aquel arenero, o los egipcios se quedaban sin tiempo durante el transcurso de un eclipse solar; pero el reloj del PC es ajeno a estas incidencias y así haya que formatear el disco duro porque le entró un virus a la computadora o llamar al técnico para que anuncie la irreversible desaparición de los archivos, al reloj del PC no le pasa ni coquito. Como esos insectos inmunes a la radioactividad que -dicen- nos sobrevivirán algún día, es el único mecanismo que permanece intacto tras la catástrofe.
Pese a su eficiencia -o precisamente debido a ella-, el reloj del PC me inspira desconfianza, le tengo rencor y varios reproches. Primero, es un chismoso. Así juremos al jefe que enviamos el informe por mail a la 10:00 a.m., el reporte generado por este delator digital denuncia que la gestión se realizó a la 5:00 p.m.; y nuestra impuntualidad hoy no tiene disculpa porque fecha y hora de la cita fueron notificadas con suficiente antelación por el Calendario de Tareas. También es un aguafiestas y cuando en medio de la jornada la narración de un brollo se acerca al clímax, o en las ocasiones en que tras una prolongada búsqueda comienzan a emerger las mejores nalgas online, desde su esquina en el borde inferior derecho de la pantalla el reloj del PC acota que ya está bueno de la guachafita.
Su principal defecto es la falta de lealtad. La mayoría de los relojes pulsera detiene su marcha cuando lo dejan a oscuras o si a la muñeca del portador no llega el pulso; pero el del PC no incurre en sentimentalismos, su latido es ajeno al corazón del usuario y si este fallece o lo botan del trabajo, el reloj del PC mantiene su curso en compañía del nuevo operario de la estación.
Tan discretamente, que ni siquiera dice tic tac.