martes, enero 20

Cotillón

Muchos padres echan pestes en contra de la cruz que significa ir con sus hijos a una piñata, la gritería allí imperante más la angustia de lanzarse al piso para socorrer a sus tripones en la recolección de los coroticos; pero la actitud de casi todos de los que así opinan cambia drásticamente cuando en una fiesta corporativa el anuncio de la hora loca les ilumina la mirada, saltando de sus asientos con las manos extendidas para no quedarse por fuera durante la distribución de los parches de pirata, la serpentina y los cintillos fosforescentes que componen el codiciado cotillón.
Para quienes se creen muy mayores como para disfrazarse en carnaval, este transitorio Río de Janeiro ofrece el mismo profundo significado de la ceremonia carnestolenda. Y es que el cotillón detona un carnaval en miniatura. El ascensorista de la compañía, usualmente cascarrabias, gana la pista de baile convertido en un extracto de Popy, mientras una tiara de plástico cumple el maleficio de transformar a la tímida asistente de Administración en el alma de la fiesta. Nadie se salva. No falta quien le encasquete un colorido sombrero de goma espuma al enfurruñado en su mesa que, apenas se asoma la primera garota, recoge una matraca del piso para unirse al jolgorio.
Se libran feroces luchas por adquirir las piezas exóticas. Señoras varias acorralan en una esquina al responsable del reparto para implorarle que les consiga una peluca fucsia de las que sólo hay tres en el salón (he presenciado tráfico de influencias, recriminaciones ante la sospecha de algún tipo de ventajismo y hasta terribles amenazas si de inmediato no se imparte justicia en la distribución de los antifaces). También hay resentidos, gente carcomida por la envidia durante el resto de la noche, sin ningún otro pensamiento que la definición de la estrategia a seguir para adueñarse de un tocado de indio sioux… aunque la maniobra exija arrancarle la cabeza al aborigen.
Así transcurre la velada con festejantes a medio lucir como los escapados de un circo que bajará su carpa una vez consumida la última gota de licor.
Al término de esta piñata para adultos, descarrilado el trencito hace rato ya, los supervivientes parten en zigzag rumbo al estacionamiento, prometiendo volverse a ver lo antes posible mientras se valen de sus últimas fuerzas para soplar un silbatico de plástico. Algunos cuelgan del espejo retrovisor de su vehículo la guirnalda de inspiración hawaiana como recordatorio para cuando un día de semana, ya de traje oscuro e inmersos en una cola descomunal, acordarse que hace poco se permitieron ser infinitamente absurdos, estrafalarios; una vez perdido el sentido del ridículo fuimos felices, irresponsables, por un par de horas otra vez carricitos.

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