lunes, agosto 31

Chapear

Quizá no pase nada si un día de estos olvida usted su cédula de identidad sobre la mesita de noche, pero bajo ninguna circunstancia salga de casa sin el carné, la credencial, el distintivo de boy scout o al menos un certificadito que acredite su pertenencia a un gremio o a alguna gloriosa institución, pues ese día -cual Ley de Murphy plastificada- chocará el auto o se romperá una pierna a la salida del Metro sin chance de extraer de su cartera el documento para invocar sobre las narices de quien pretenda contrariarlo alguno de los dos siguientes alegatos: 1) “Pana, hazme la segunda, mira que favor con favor se paga”…; o 2) “¿Ya te fijaste en el prominente cargote aquí especificado? Así que no te me pongas Popy porque te puede ir muy mal”.
¿Señor obstetra, se ha tragado usted la luz roja y un fiscal, libreta de multas en mano, le ordena detener el vehículo? ¡Plántese a la altura del nudo de la corbata el carné del centro hospitalario donde labore y salga en un santiamén del atolladero! ¿Atiende usted un cargo público? ¡Bienaventurado sea! Ya tiene ante sí, abiertas de par en par, las puertas del cielo. Hay individuos resueltos que sacan a relucir tan persuasiva herramienta hasta para encontrar puesto en un estacionamiento; mientras los escrupulosos vacilan al principio y hasta miran con repugnancia el gesto de procurar beneficios acudiendo a un rango… pero flaquear sólo es cuestión de tiempo. Cuando ya han cursado los trámites corrientes, ocupado por horas un asiento en la sala de espera y nada que avanzan hacia su objetivo, llegó el instante de perder la pureza y conducir la mano en dirección al compartimiento de la cartera donde brilla la chapa primordial.
En la Escuela de Comunicación Social de LUZ, donde estudié, una profesora de Introducción al Periodismo no tardaba en poner las cartas sobre la mesa. “Muchachos –juro que, durante las primeras horas de clases, aleccionaba así la catedrática a los aspirantes a reporteros-, si un día viajan Maicao a comprar electrodomésticos o ropa interior y durante el regreso un funcionario de la Guardia se pone cómico, ustedes sacan el carné del medio donde trabajen y verán cómo pasan rapidito las licuadoras y pantaletas que gusten. ¡Es que hay que hacer valer nuestros derechos gremiales!”.
La chapa no es sólo una presencia física materializada en un documento; es otra divisa de la viveza criolla y en el caso de las celebridades la fama ejerce el rol de credencial que consigue los mejores asientos en los restaurantes, mientras un alto funcionario superó el trámite de la plastificación pues ya él es en sí una chapa ambulante. Pero no se achicopale si ejerce usted una ocupación modesta, que todo quehacer carnetizado entraña su encanto y ese portero de discoteca al que usted le solicita que lo pase de primero sin duda necesitará algún día de los favores de un plomero o un electricista agradecidos. También puede recurrir a una chapa ajena: con la mágica frase “tengo un primo que es… (deslice sobre los puntos suspensivos un cargo impactante)” disfrutará usted de los rendidores beneficios del chapeo en tercera persona.
Y es que quien esté libre de chapear, que siga ocupando penosamente el último asiento de la sala de espera, no digo descalzo, desnudo, descarnado de prueba alguna de jerarquía, lo que aquí es peor a ser indocumentado.
Por no decir expropiado de licuadoras y pantaletas en la ruta Guarero/Maicao.

viernes, agosto 28

Excusas para no ir a trabajar

Hoy muchos vacacionistas desentierran la sombrilla playera e introducen en una bolsa el traje de baño todavía empapado para volver a casa y reincorporarse dentro de poco a sus labores. A algunos se les nota sumergidos en sus pensamientos, distantes, con los sesos a millón barajando una excusa convincente para presentar ante el patrono y diferir por unas horas el regreso a la rutina. Pero ¡mucho cuidado con el pretexto a escoger!, que una justificación inapropiada puede traducirse en vacaciones permanentes tras la llorosa visita al departamento de Recursos Humanos.
Una encuesta publicada en la web careerbuilding.com arrojó que el 23% de los empleadores ha despedido a algún trabajador luego de oír explicaciones manidas tales como el padecimiento de achaques, la perdida de un familiar o haber sufrido un accidente de tránsito; y a menos que decida usted combinar tales coartadas en una sola (“Jefe, ayer no vine a trabajar porque me compliqué del estómago tras enterarme del fallecimiento de mi suegra y así sería mi angustia que choqué el carro contra un poste”), despliegue su ingenio con argumentos originales que le permitan disfrutar sin preocupaciones de otro día de zambullidas y nuevas rondas de piñas coladas. Acá, ciertas sugerencias a ofrecer a golpe del próximo martes o jueves:
- “Me estaba bañando tranquilamente en la playa cuando quedé atrapado entre varios témpanos de hielo que atracaron en Macuto producto del calentamiento global”.
- “¿Recuerda el caso de Thomas Beatie? Pues sospecho que yo también estoy embarazado”.
- “Usted siempre ha dicho que uno tiene que aprender a delegar”.
- “Se me echó a perder el GPS del carro y no daba con la dirección”.
- “Estaba acompañando a un primo a visitar algunas empresas. Él es inspector del Seniat”.
- “Estaba donde el terapeuta para controlar los ataques de ira criminal que me asaltan cada vez que alguien se pone necio o me lleva la contraria”.
- “Aplacé mi regreso porque estoy loco por usted y me duele cada minuto que paso a su lado, saber que nuestra historia nunca será una sola”.
- “Fui a una marcha contra la intolerancia a las minorías ¿O es que aquí hay también discriminación y sectarismo, ah? ¿Los hay?”.
- “No me aparecí porque la última vez me faltaron el respeto”.
- “¿Sabía que el vago trabaja doble?”.
- “Una galleta de la fortuna en Facebook me sugirió que no saliera de casa porque me iban a atracar”.
- “¿Y ayer no era lunes bancario?” (si trabaja en un banco).
- “Estaba internado en una clínica de rehabilitación para combatir mi adicción al trabajo”.
- “La explotación del hombre por el hombre es inherente a todos los modos de producción antagónicos de clase, basados en el dominio de la propiedad privada sobre los medios de producción mismos”.
- “¡Claro que vine! Sólo que me aseguré de que no me viese nadie”.
- “No vine a trabajar porque estaba haciendo lo que me gusta”.
- “Disculpe la ausencia, es que dediqué el día de ayer para sacarme el porte de armas. ¡Y aquí lo cargo!”.

lunes, agosto 24

El indispensable

Para el indispensable no hay frase menos cierta que aquélla según la cual “nadie es indispensable”. Ejemplo: cuando alguna dolencia le impide -¡oh, catástrofe!- asistir a un encuentro concertado para elaborar una obligación académica, el indispensable jura que la cita será inevitablemente cancelada en respuesta a tan oscuro vacío, lo que pone en riesgo el futuro de la cátedra y hasta la suerte del sistema educativo en su totalidad si tan imprescindible alumno no abandona pronto la cama.
Sospecho que la inclinación a creerse indispensable deriva de un sentimiento de autosuficiencia mezclado con una escasa fe en el desempeño de los prójimos; su lógica responde al siguiente criterio: “Sin mí, esta causa está perdida, se la lleva el diablo” como hipótesis ajustable a diversas situaciones. Si el indispensable pertenece al género festivo, se figurará que su inasistencia a un sarao convertirá la velada en un velorio o, si llegara a faltar entre sábanas, que de una buena vez su desgraciada pareja se interne en un monasterio ante la imposibilidad de obtener nuevos orgasmos a partir de otra piel.
En el ámbito laboral brilla el carácter definitivo del indispensable (al menos, su espejismo de indispensabilidad). A cualquier otro empleado le será inalcanzable reproducir tanta eficiencia pues no basta hacer bien las cosas, ni siquiera excelentemente, puesto que el indispensable ordena los asuntos de tal forma que, en su ausencia, ni Mandrake logra encender la cafetera. No delega para que ningún advenedizo le arrebate su transitoria importancia, la ingenua sensación de que el negocio al que sirve entra en estado de hibernación cuando por la tarde el indispensable sella la tarjeta de salida, para reanimarlo al día siguiente con una breve pero rotunda sacudida del mouse sobre la almohadilla.
Por una u otra causa, lo botan del trabajo (no era tan indispensable como suponía). Durante las primeras horas, nuestro mártir permanece estupefacto, a la espera de que no sólo la ingrata empresa a la que pertenecía caiga en medio de una nube de polvo, sino que el sistema capitalista salte en pedazos mientras la civilización se desmorona hasta que de ella quede sólo esa imagen típica en las películas de desastres donde la cabeza de la estatua de la libertad aparece sumergida entre las aguas. Pasan semanas, meses… y nada que el planeta interrumpe su curso alrededor del Sol ni las estrellas se apagan una a una pues ya otro indispensable ocupa el escritorio del indispensable anterior.
A desconfiar de los insustituibles, que no hay sujeto más peligroso que aquél que aspire a resultar indispensable, esencial, casi obligatorio e irrevocable. En ningún caso los superhéroes existen, pero quien imagina ser uno de ellos durante la noche abraza la almohada rumiando que si mañana no abre los ojos, su ausencia desatará el Apocalipsis.
Sólo así concilia el sueño.

lunes, agosto 3

¿Un chocolatico?

El grupo de personas de paso por el kiosco escuchaba con interés la clase magistral de aquel señor que, sin ser chef pastelero, se refería al chocolate como una de sus más valiosas herramientas de trabajo. “Cuando veo a una recepcionista con cara e´ tronco, saco un chocolatico del maletín y se lo doy. ¡Vieran cómo le cambia el semblante! Hasta me atiende rapidito”, revelaba el individuo -sospecho que de oficio gestor- cómo muchas puertas se abren de par en par cuando se maneja sabiamente tan apetitosa llave a base de cacao.
Lo vi alejarse con sus bolsillos inflados por las golosinas con las que, durante el resto de la jornada, cruzaría victorioso recibos de empresas y antesalas de oficinas públicas en el azucarado cumplimiento de sus gestiones, cual Antorcha Humana que a cambio de un chubasco de fuego para superar obstáculos, recurre al superpoder de la Ovomaltina. Sin ser tampoco médico nutricionista, el tipo transfería instintivamente a la esfera burocrática aquello que procuran los pretendientes cuando entregan una caja de bombones a su amada: dispararle los niveles de serotonina para producir una momentánea sensación bastante parecida al enamoramiento.
De seguro la calórica conquista emprendida por el sujeto del kiosco y sus semejantes responde a una muy compleja escala jerárquica: una elemental consulta sobre horarios quizá sólo involucre el desembolso de una Nucita, mientras agilizar la tramitación de documentos en un registro mercantil contempla la significativa inversión de una tableta de chocolate blanco salpicada de nueves y avellanas, de esas que dicen Edición Aniversario en la etiqueta. Por mucha integridad que abrigue un funcionario, miles de ellos sucumben diariamente ante el suramericano ritual del soborno achocolatado.
Tan simpático gesto es un clásico del que se valen los motorizados para que los privilegien en las instituciones bancarias, el problema está cuando coinciden frente a la taquilla dos o más llevando entre manos el diezmo, lo que le plantea un dilema a la empleada que ha de decidirse por el botín más sustancioso; o si -por cuestiones dietéticas más que éticas- la chica acepta indiferente la ofrenda de flavonoides para seguir comportándose cual muro que arroja a sus escaladores hacia el último puesto de la cola.
La cultura del Toronto se reproduce asimismo entre compañeros de oficina, por lo que a media tarde Martínez frecuenta los escritorios inmediatos en radiante distribución de una variedad de delicadezas que también incluye Bolibomba, caramelitos de menta, maníes y Cocosette, cual amigo nada secreto que no se aguanta las ganas hasta diciembre. No dudo que el detalle ejerza las funciones de afrutado puente tendido para expresar afecto, pero también es un manejo orientado a establecer alianzas, mientras una pifia durante la repartición suscita enconos irreconciliables pues ¡ay! si te pones a compartir chocolaticos en la oficina y olvidas suministrarle su ración de grasas saturadas a un compañero de cubículo, quien de ahora en adelante y hasta el fin de los días te guardará un amargo rencor.
Dirán que soy un malagradecido, pero siempre he sospechado de las intenciones contenidas en el interior de una brillante envoltura, de los propósitos de Martínez cuando llega con una Samba entre manos.

domingo, agosto 2

En Ciudad Bolívar no comen cotufas

En Ciudad Bolívar no hay salas comerciales de cine. Años atrás, el Roxi, el Rivoli, el Imperial más un autocine resolvían el gusto de los bolivarenses por el séptimo arte, pero las constantes fallas eléctricas en la zona llevaban a que justo cuando en la gran pantalla aparecía la aleta de un feroz tiburón blanco, sobrevenía un apagón que dejaba en veremos la suerte de los bañistas. Aquellas salas pasaron a convertirse en espaciosos galpones, bingos, y templos donde los fieles elevan entusiastas oraciones al Espíritu Santo, desatando en su lugar una sequía cinematográfica que despoja a Ciudad Bolívar de una importante ración de ritos y sueños.
Me aventuro a afirmar que la rutina de sus casi 400 mil pobladores permanece incompleta. Los estudiantes de bachillerato ignoran el sobresalto de fugarse del liceo a media tarde para invertir el dinero de la merienda en cotufas, mientras los solitarios o aquellos sujetos renuentes a llegar temprano a casa, carecen de tan amable exilio entre penumbras. Peor aún: me pregunto cuántos romances no habrá frustrado la ausencia de Jason, quien, desbaratando una ventana con su inagotable sierra eléctrica, resulta la excusa ideal para que las señoritas del público busquen refugio entre los brazos de sus pretendientes.
Podemos fingir ser optimistas y apreciar el vaso medio lleno, suponer que esta privación quizá arroje beneficios tales como que numerosos bolivarenses estén a salvo de las opiniones de los “críticos” sentados en la fila posterior (“a ese segurito lo matan por pérfido” o “¡ay! qué bien se transforma ese robot en un Camaro”) y -a menos que alquilen el DVD- los habitantes de esta capital de estado que algún día fuera capital provisional de la República, se libraron de un ex James Bond balbuceando canciones de Abba, de Keanu Reeves como un alienígena interesado en advertir a los terrícolas que, si continúan portándose mal, arrojará sobre el planeta un enjambre de coquitos cibernéticos.
Los pobladores amantes del celuloide mitigan su apetito de imágenes fabulosas recorriendo el largo camino hasta Cumaná. Quienes permanecen en sus casas, sin duda esperan el regreso de los expedicionarios para escuchar las noticias halladas al final de la travesía y así enterarse de los pormenores de una reciente era de hielo o si el mundo fue asolado nuevamente por máquinas exterminadoras. La cinemateca del Museo Jesús Soto (paradójicamente, el maestro cinético nacido en la antigua Angostura inició su arte pintando carteles de películas) ofrece una atractiva pero insuficiente opción secundada por modestas soluciones como la contemplada años atrás por quien escribe estas líneas.
De muchacho, crucé en chalana el Orinoco para pasar de Ciudad Bolívar al árido caserío de Soledad, cuya primordial atracción turística residía en una sábana tendida por un lugareño sobre un muro de bahareque para proyectar allí películas de Pedro Infante sacadas quién sabe de dónde. Tal es la nostalgia de los bolivarenses por ese único y otro cielo donde las estrellas se besan.