lunes, agosto 3

¿Un chocolatico?

El grupo de personas de paso por el kiosco escuchaba con interés la clase magistral de aquel señor que, sin ser chef pastelero, se refería al chocolate como una de sus más valiosas herramientas de trabajo. “Cuando veo a una recepcionista con cara e´ tronco, saco un chocolatico del maletín y se lo doy. ¡Vieran cómo le cambia el semblante! Hasta me atiende rapidito”, revelaba el individuo -sospecho que de oficio gestor- cómo muchas puertas se abren de par en par cuando se maneja sabiamente tan apetitosa llave a base de cacao.
Lo vi alejarse con sus bolsillos inflados por las golosinas con las que, durante el resto de la jornada, cruzaría victorioso recibos de empresas y antesalas de oficinas públicas en el azucarado cumplimiento de sus gestiones, cual Antorcha Humana que a cambio de un chubasco de fuego para superar obstáculos, recurre al superpoder de la Ovomaltina. Sin ser tampoco médico nutricionista, el tipo transfería instintivamente a la esfera burocrática aquello que procuran los pretendientes cuando entregan una caja de bombones a su amada: dispararle los niveles de serotonina para producir una momentánea sensación bastante parecida al enamoramiento.
De seguro la calórica conquista emprendida por el sujeto del kiosco y sus semejantes responde a una muy compleja escala jerárquica: una elemental consulta sobre horarios quizá sólo involucre el desembolso de una Nucita, mientras agilizar la tramitación de documentos en un registro mercantil contempla la significativa inversión de una tableta de chocolate blanco salpicada de nueves y avellanas, de esas que dicen Edición Aniversario en la etiqueta. Por mucha integridad que abrigue un funcionario, miles de ellos sucumben diariamente ante el suramericano ritual del soborno achocolatado.
Tan simpático gesto es un clásico del que se valen los motorizados para que los privilegien en las instituciones bancarias, el problema está cuando coinciden frente a la taquilla dos o más llevando entre manos el diezmo, lo que le plantea un dilema a la empleada que ha de decidirse por el botín más sustancioso; o si -por cuestiones dietéticas más que éticas- la chica acepta indiferente la ofrenda de flavonoides para seguir comportándose cual muro que arroja a sus escaladores hacia el último puesto de la cola.
La cultura del Toronto se reproduce asimismo entre compañeros de oficina, por lo que a media tarde Martínez frecuenta los escritorios inmediatos en radiante distribución de una variedad de delicadezas que también incluye Bolibomba, caramelitos de menta, maníes y Cocosette, cual amigo nada secreto que no se aguanta las ganas hasta diciembre. No dudo que el detalle ejerza las funciones de afrutado puente tendido para expresar afecto, pero también es un manejo orientado a establecer alianzas, mientras una pifia durante la repartición suscita enconos irreconciliables pues ¡ay! si te pones a compartir chocolaticos en la oficina y olvidas suministrarle su ración de grasas saturadas a un compañero de cubículo, quien de ahora en adelante y hasta el fin de los días te guardará un amargo rencor.
Dirán que soy un malagradecido, pero siempre he sospechado de las intenciones contenidas en el interior de una brillante envoltura, de los propósitos de Martínez cuando llega con una Samba entre manos.

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