martes, octubre 6

Todo a 0,99

Sigo de largo frente a las vitrinas que exhiben espléndidos relojes y trajes de marca, pero apenas se me cruza en el camino un mantel echado sobre la acera por los buhoneros para exhibir su versátil mercancía, el embobamiento es instantáneo. Estos modestos bazares a la intemperie ejercen sobre mí un magnetismo ajeno a la ecuación precio/calidad (en dicho sector siempre vacila el segundo ingrediente del binomio) o a cualquier otra lógica mercantil; la fascinación responde más bien a una curiosidad por los exóticos frutos del ingenio taiwanés que me obliga siempre a reanudar el paso llevando dentro de una bolsita plástica un cubo de Rubik en miniatura o un juego de dados color magenta intenso que -lo sé desde un principio- nunca soplaré entre las manos para invocar la suerte.
Asistidos por la prosperidad, algunos comerciantes saltaron la talanquera de la economía informal para alojar en los centros comerciales el anzuelo del Todo a 0,99, sin que la naturaleza de sus artículos ni la simpatía que estos despiertan en mí sufrieran mayores cambios. Son tiendas de electrodomésticos, almacenes de lencería, locales de artículos decorativos, ferretería, juguetería y hasta boutiques de bisutería combinados en un mismo establecimiento, multidisciplinariedad que le transmite al Todo a 0,99 el encanto propio de una quincalla, ahora con música de fondo y aire acondicionado, pero igual quincalla.
No hay un departamento para envolver regalos porque aquí nadie asiste con el propósito de elogiar la finura de los productos en existencia ni ninguna señorita inoportuna con la fastidiosa cortesía del “qué se le ofrece”. El carácter utilitario de estos locales lo corrobora el ama de casa que cruza la puerta con la estricta determinación de sustituir el cuchillo de rebanar pan extraviado hace días, el caballero en la urgente búsqueda de un paraguas porque afuera el cielo está por caer. También figuran maravillas rebosantes de una originalidad que pasma, velones cirios, una representación de La Última Cena dibujada con acuarela en el reverso de una concha de caracol, lámparas de lava, un vaso de loza cuyo borde reproduce la filosa punta de un pezón, y demás desvaríos que la ley de probabilidades desbaratará entre las manos apenas se extraigan de la caja o, si se corre con suerte, a la tercera semana de uso.
Un pasatiempo accesorio en estos emporios de la baratija radica en observar qué lleva la gente, en interpretar a partir del trasto. Una doña recorre los pasillos con una cesta plástica colgada del antebrazo, parece una niña que selecciona concienzudamente los coroticos en una piñatería. Al llegar a la caja registradora libera su cargamento consistente -entre otras elecciones- en un colador de tela para café, una voluminosa orquídea elaborada en foami, un cortaúñas más un peine para espulgar piojos. Al conocer por medio de la empleada el saldo a pagar, confiesa haber sobrepasado el presupuesto y con rigor científico toma con una mano el colador y con la otra mano la orquídea que seguramente haría juego con el mobiliario de su sala; es visible la preferencia pero hay que elegir entre uno de los dos artículos y la cosa no está para derroches ni siquiera en un Todo a 0,99. Algo descorazonada, paga y sale del local.

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