domingo, febrero 28

Yo mendigo


A inicios de este mes Facebook estrenó StreetRivals, la versión en las redes sociales del popular juego Mendigogame y que -a diferencia de las simulaciones en líneas cundidas por zombis, dragones y caballeros medievales- ofrece al usuario la estrafalaria posibilidad de encarnar a un mendigo ocupado en las prácticas corrientes de este sector de la ciudadanía, a saber, pedir limosna, escudriñar bolsas de basura o extender su mano a los paseantes en procura de misericordia. El premio al término de travesía es un castillo, aunque los jugadores online -como sus iguales de la realidad- se conforman con sobrevivir.
Diversas organizaciones humanitarias han clasificado de “cruel” y "denigrante" este pasatiempo que, agrega uno, resulta escasamente aspiracional porque… ¿quién desea, así sea en la red, experimentar las vivencias de un mendigo? Los casi 80 mil jugadores suscritos hasta ahora en StreetRivals refutan la veracidad de tal presunción y, ya sea por la crisis mundial y/o el estado de la economía local, representar a un indigente pasa de ser un morboso ejercicio de desdoblamiento, a un casi urgente entrenamiento vivencial.
Al momento de inscribirme no sospeché que me adaptaría con tanta rapidez a los usos del personaje. Entre las primeras pruebas a superar sobresalía el roñoso “Nivel de higiene” y, recreando en red mi experiencia con la falta de agua, dominé con honores el desafío, a la vez que el plan de racionamiento eléctrico fue de gran provecho para conquistar duelos tales como la ausencia de distracciones y el caminar entre penumbras sin tropezar con las paredes, por lo que gané muchos puntos mientras escalaba niveles más rápido de lo previsto.
El resto de la travesía resultó pan (no) comido ¿Vehículo propio? ¡Nada que ver! ¿Vivienda o, al menos, posibilidades de comprar una algún día? ¡Mucho menos! ¿Comida? Eventualmente (ningún otro pordiosero superaba mi maestría al momento de conceder una mirada pedigüeña parado a las puertas de un restaurante, o escarbar los cúmulos de basura esparcidos sobre las aceras de la ciudad, un tesoro inapreciable para quienes llevamos esta vida callejera).
Durante mis recorridos por aquel áspero imaginario virtual fui varias veces víctima del hampa que me acorralaba en esquinas oscuras para despojarme de mis pocas pertenencias, no me atendían en los hospitales, las personas cruzaban la calle para no coincidir en un mismo metro cuadrado con mi incómoda presencia, me incorporé a bandas formadas por los muchos colegas que se multiplicaban diariamente, y mi mujer, agobiada por vivir en el sótano de la sociedad, me abandonó un buen día, por lo que recurrí a la bebida para olvidarme de mis desgracias.
Agotado por pasar la jornada arrastrando un saco rebosante de botellas y latas de refresco, durante las noches me echaba a dormir en un rincón apartado, con cartones como cama y de única compañía mi perro leal (al perro de un mendigo nada lo supera en lealtad); soñaba entonces que al despertar tendría techo y comida y luz y agua, que tanta penuria inmediata no era más que una farsa, una simulación, que esto es sólo un juego.

viernes, febrero 5

El frasco de las monedas

Estaba a 4 bolívares fuertes de quedarme varado en el aeropuerto de otra ciudad. Tal era el saldo faltante para cancelar la tasa aeroportuaria, en los alrededores ningún cajero automático servía y de los casi llorosos ruegos a la aeromoza plantada en la portezuela del avión para que omitiera dicho trámite, sólo obtuve la siguiente sugerencia: “Explíquele su problemática a otros pasajeros para ver si le hacen la caridad…”. Mientras revolvía mis maletas en procura de un perol que vender, estudiando muy seriamente la posibilidad de incursionar en la buhonería y/o en la mendicidad, recordé con nostalgia que sobre la mesita de noche de mi habitación descansaba un cenicero con unas pocas monedas que durante aquel incidente parecía una fortuna inalcanzable, un cofre del tesoro que pese a su modestia encerraba toda la felicidad del mundo.
Bien sea el closet o un rincón de la cocina de cualquier hogar, por opulento o humilde que éste sea, aloja ese frasco de mayonesa vacío, salsera rota u otro recipiente improvisado para contener las monedas y los billetes de baja denominación; ojo: no se trata de una alcancía, es más bien un vertedero donde se arroja el tintineante residuo que traemos en los bolsillos al volver de la calle y que no sólo sirve de coartada tendida para pillar a las empleadas domésticas malamañosas, sino que su densidad describe el estado de nuestras finanzas mejor que cualquier balance suscrito por un contador colegiado.
Olvidarse de las reservas de este micro Banco del Tesoro personal es un indicio de bonanza. Si sólo acudimos a él tras llamar a nuestra puerta a un heladero ambulante o para darle una propina al sujeto que trae el botellón de agua, poco a poco irá engordando hasta que su contenido toque el borde; pero ¡cuidado! si observa que disminuye sin dar muestras de recuperación pues el descenso en el nivel del frasco de las monedas es la marea que -a diferencia de la de los mares- tiende a ahogarnos cuanto más baja.
El primer signo inquietante es cuando tomamos el frasco de las monedas para, por ejemplo, completar para una canilla y 300 gramos de jamón; luego, sólo para una canilla, hasta el día en que nos sorprendemos volcando sobre una superficie plana su contenido. Con espíritu optimista y cierto grado de suspenso en el ambiente (a veces un amigo o familiar nos acompaña asomado sobre nuestros hombros mientras se realiza la operación), los dedos deslizan una a una las monedas de un extremo a otro siempre con la incertidumbre de si la próxima resultará significativa, el transcurso de este arqueo ofrece pequeñas alegrías y trágicas decepciones de acuerdo a la denominación de la moneda y ya cuando el montoncito de la esperanza ha pasado a constituir el montoncito de la realidad y la sumatoria no proporciona los medios para la consecución de nuestros fines, señores, no hay duda, estamos hasta aquí en la bancarrota y el señor que recauda el alquiler del apartamento que pase otro día.
Ahora vaya y examine así sea mentalmente el nivel de su frasco de monedas; si no cultiva la costumbre de guardar el sencillo en un envase, al menos establezca si tiene muchas o pocas monedas desperdigadas por ahí, digamos que dentro del cajón de la mesita de noche o en un compartimiento del carro. El balance le dirá si hoy puede dormir tranquilo.

jueves, febrero 4

Muerto el blog ¡Viva el blog!

Al regresar de la heladería, tomada de la mano del compañero de clases por el que suspiraba hace tiempo, la adolescente de ayer solía encerrarse en la alcoba para volcar sus confidencias en un diario. Junto a los corazoncitos dibujados al borde de aquel confesionario de papel, la doncella garabateaba sus desvelos que luego escondía celosamente bajo la cama o en el último rincón del closet. Ignoro si está costumbre aún persiste entre las chicas de ahora, lo que no dudo es que la propensión al secreto que por siglos envolvió a los diarios personales, llegó a disolverse en los blogs o bitácoras que hasta hace poco eran el furor en Internet y cuya muerte algunos profetas anuncian.
El fenómeno también reanimó al lector de diarios personales, con licencia para meter sus narices en las “intimidades” ajenas y así comprobar que nuestra vida no es tan aburrida como pensábamos pues, tras llenar un breve formulario y sin noción alguna del lenguaje de los bytes, el suscriptor cuenta con la libertad de emitir opiniones de cualquier pelaje, ya sea de tipo ideológico, noticioso, sobre la variación climática, de lo ajadas que se han puesto las matas del balcón o las siempre pintorescas vivencias, tal como lo confirman algunas citas sacadas de estos desahogos en línea: “anoche me salió otra espinilla” o “no tengo sueño”.
La novedad de esta herramienta no radicó tanto en decir (que ya para eso está el diario convencional), sino en ser escuchada, en disfrutar de una audiencia en ocasiones tan anónima como el remitente pero al fin y al cabo audiencia con la que recrear el efecto de ser protagonistas de un reality show escrito en prosa -los hay, también, en verso- para que por el mundo corra la noticia de un primer beso o el último furúnculo sebáceo. Ahora, tras el auge de herramientas como Facebook o Twitter, voces pesimistas le ofrecen los santos óleos al blog (la creación de nuevos espacios ha descendido ostentosamente en los últimos tiempos, asombra la merma en el número de comentarios), pero yo dudo de la inminencia de tan cacareada muerte.
La migración hacia las alternativas propuestas por las redes sociales y el microbloggin resultarán en un decantamiento, en la necesaria filtración de impurezas luego de la cual permanecerán preciosas pepitas de oro o, como lo expresara acertadamente el escritor argentino Hernán Casciari, “quedarán en pie únicamente los blogs de las personas que tengan algo para decir”. Y a las orillas de este océano virtual seguirán llegando botellas con mensajes tan oscuros como intrigantes -“A él le gusta como lo hago, aunque desconoce el origen de mi talento”-, así como revelaciones a las que los funcionarios policiales deberían prestar mayor atención para, como ocurría en aquella película de Spielberg, descubrir vilezas antes de que ocurran.
No sólo las mozas azoradas por la aparición del periodo menstrual son atraídas por esta tribuna: hasta los canallas se deleitan manteniendo en vilo a un público curioso, como aquel que revelara en su mensaje de despedida del blog el siguiente e inquietante acertijo: “Tengo todo preparado para esta noche. Ya ella llegó y no sospecha nada. Pasará rápidamente, apenas se quede dormida…”.