viernes, febrero 5

El frasco de las monedas

Estaba a 4 bolívares fuertes de quedarme varado en el aeropuerto de otra ciudad. Tal era el saldo faltante para cancelar la tasa aeroportuaria, en los alrededores ningún cajero automático servía y de los casi llorosos ruegos a la aeromoza plantada en la portezuela del avión para que omitiera dicho trámite, sólo obtuve la siguiente sugerencia: “Explíquele su problemática a otros pasajeros para ver si le hacen la caridad…”. Mientras revolvía mis maletas en procura de un perol que vender, estudiando muy seriamente la posibilidad de incursionar en la buhonería y/o en la mendicidad, recordé con nostalgia que sobre la mesita de noche de mi habitación descansaba un cenicero con unas pocas monedas que durante aquel incidente parecía una fortuna inalcanzable, un cofre del tesoro que pese a su modestia encerraba toda la felicidad del mundo.
Bien sea el closet o un rincón de la cocina de cualquier hogar, por opulento o humilde que éste sea, aloja ese frasco de mayonesa vacío, salsera rota u otro recipiente improvisado para contener las monedas y los billetes de baja denominación; ojo: no se trata de una alcancía, es más bien un vertedero donde se arroja el tintineante residuo que traemos en los bolsillos al volver de la calle y que no sólo sirve de coartada tendida para pillar a las empleadas domésticas malamañosas, sino que su densidad describe el estado de nuestras finanzas mejor que cualquier balance suscrito por un contador colegiado.
Olvidarse de las reservas de este micro Banco del Tesoro personal es un indicio de bonanza. Si sólo acudimos a él tras llamar a nuestra puerta a un heladero ambulante o para darle una propina al sujeto que trae el botellón de agua, poco a poco irá engordando hasta que su contenido toque el borde; pero ¡cuidado! si observa que disminuye sin dar muestras de recuperación pues el descenso en el nivel del frasco de las monedas es la marea que -a diferencia de la de los mares- tiende a ahogarnos cuanto más baja.
El primer signo inquietante es cuando tomamos el frasco de las monedas para, por ejemplo, completar para una canilla y 300 gramos de jamón; luego, sólo para una canilla, hasta el día en que nos sorprendemos volcando sobre una superficie plana su contenido. Con espíritu optimista y cierto grado de suspenso en el ambiente (a veces un amigo o familiar nos acompaña asomado sobre nuestros hombros mientras se realiza la operación), los dedos deslizan una a una las monedas de un extremo a otro siempre con la incertidumbre de si la próxima resultará significativa, el transcurso de este arqueo ofrece pequeñas alegrías y trágicas decepciones de acuerdo a la denominación de la moneda y ya cuando el montoncito de la esperanza ha pasado a constituir el montoncito de la realidad y la sumatoria no proporciona los medios para la consecución de nuestros fines, señores, no hay duda, estamos hasta aquí en la bancarrota y el señor que recauda el alquiler del apartamento que pase otro día.
Ahora vaya y examine así sea mentalmente el nivel de su frasco de monedas; si no cultiva la costumbre de guardar el sencillo en un envase, al menos establezca si tiene muchas o pocas monedas desperdigadas por ahí, digamos que dentro del cajón de la mesita de noche o en un compartimiento del carro. El balance le dirá si hoy puede dormir tranquilo.

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