jueves, marzo 18

Choque en tres actos


I
El siniestro

¡Pump! Ignoro si es verdad eso que durante un accidente grave pasan ante los ojos los momentos cruciales de la vida, lo que sí sé es que en los choques automovilísticos leves -como es este caso- mientras dura la exclamación de nuestra grosería favorita acontece simultáneamente un súbito recuento mental de valiosos datos tales como la vigencia del seguro del vehículo más el número telefónico de un amigo influyente (de preferencia juez y/o conectado en alguna esfera intimidatoria) que tienda una mano en medio de la vicisitud. Sumido en una sensación de irrealidad tras el volcamiento de la rutina, me bajo del carro a ejercer la acción típica en tales circunstancias: echarle la culpa al otro.
- ¿Es que no vio que yo venía frenando desde hace rato? -le vocifero a ese oponente instantáneo en que se convierte el chófer del otro vehículo. Luego de evaluar los daños (entre ambos el balance suma apenas una mica y un faro rotos), pasamos a examinarnos mutuamente, a medir fuerzas y talento para la incriminación pues en un choque leve tiene asegurada la victoria quien acusa con mayor elocuencia.
- Pero usted venía hablando por el celular.
- Y usted cambiando un CD. Mire, ¡aún tiene el de Tito `El Bambino´ en la mano! No digo yo.

II
Los mirones

La cola crece en ambos sentidos alimentada por el “efecto mirón”, ese lento desfile de curiosos que aminoran la velocidad (una doña hasta baja el vidrio de la ventanilla) para enterarse de los pormenores. Un vendedor ambulante de tostones aprovecha para sacarle una tajada a la tranca y surtir de golosinas a los espectadores, que saborean íntimamente el placer de no figurar en el elenco protagonista de este reality show transmitido en vivo y directo. Dicha audiencia suele dividirse en dos confusas categorías: a) Los árbitros, que comentan a su compañero de viaje: “Qué choque más pendejo… aunque el del carrito azul tuvo la culpa”, y b) Los vampiros, quienes callada y morbosamente indagan en derredor en busca de rastros de sangre.

III
La ley

- Por favor, su cédula de identidad y licencia de conducir, caballero -solicita con exuberante cortesía uno de los uniformados que asistieron casi de inmediato al lugar. Porque eso sí: asisten casi de inmediato.
- Tome usted.
- Uuumm… ¿Y el certificado de salud?
- Aquí está.
- Caballero, este documento no está plastificado -dice el oficial sumamente alerta ante el más mínimo quebrantamiento de la ley, repasando mentalmente cada artículo que los accidentados pudieran haber infringido para así procesarlos en la escena del siniestro como en aquella mala película de Stallone. El más gordito emprende una inspección tan minuciosa que a su lado los examinadores de los cohetes que lanza la NASA parecen unos ineptos-. ¡Ajá, el foquito interno de su carro no prende! ¡Como me lo suponía!
- Pero, oficial, no creo que eso haya tenido que ver. Además, son las diez de la mañana.
- Caballeros, van a tener que acompañarnos a la comandancia -el anuncio se abate contra los accidentados ahora unidos por los lazos de una segunda tragedia afín: ante una ley interesadamente quisquillosa, todos somos culpables. Los agentes del orden intercambian miradas entre sí, pero no palabras pues ya el libreto está escrito de antemano:- A menos que solucionemos esto de otra manera, ustedes saben… como caballeros que aquí somos todos.

2 comentarios:

Louisianee dijo...

Eso es totalmente cierto, paisano. Es algo que le puede pasar a cualquiera, lastimosamente.

¡Me encanta! No me pierdo un post ni la revista tampoco hahá.

Siga así.

¡Saludos y besos!

DINOBAT dijo...

La vida y sus tretas...y si le agregas la Joda Nacional pues...