martes, octubre 19

Geek del humo


Por las películas del viejo oeste sabemos que los nativos de aquellas tierras se comunicaban a distancia mediante señales de humo, volátil origen de lo son hoy las redes sociales. El fuego instalado sobre una colina y nutrido con troncos y hojas verdes, no sólo era empleado por los vigías para alertar el arribo de invasores o la proximidad de una manada de búfalos, sino también para que los entusiastas de este primer dispositivo de mensajería virtual invirtieran el tiempo relatándoles a sus amigos lejanos toda clase de situaciones, que si el hallazgo de un nido de cascabeles, el regio vuelo de un halcón, más cualquier vaina que les pasara por la cabeza.
Algunos llegaban al extremo de abandonar la cacería de bisontes y demás responsabilidades por mantenerse frente a la hoguera enviando docenas (a veces, cientos) de mensajes diarios, entre los cuales se colaban agudezas del tipo “nube pasa” o “búho muerto”, y se regocijaban inmensamente cuando desde otra pira se duplicaba el comentario original, prueba de que la participación fue todo un éxito, por lo que durante tardes enteras los más apasionados esperaban con ansiedad una respuesta o al menos una refutación; pero si, por el contrario, el brumoso testimonio caía en la indiferencia, el aborigen emisor se hundía entonces en una tristeza sin alivio (muchos hasta llegaban a enemistarse si saludaban pero el saludo no les era correspondido por el destinatario de tan vaporoso acto de cortesía).
Por este medio recobraban viejas amistades -“¡Lunas sin saber de ti!.. ¿Qué es de tu vida?”- o agasajaban con flores y peluches de hollín a quien cumpliese año, mientras los más hábiles en el dominio de aquellos difusos trazos lograban dibujar en el aire escenas familiares o imágenes alusivas a sus excursiones por acantilados y praderas, obteniendo de inmediato la positiva reacción de los semejantes con respuestas como “me gusta” o un “¡qué belloooos!”; aunque, todo hay que decirlo, muchos que sobrevivían gracias a modestas ocupaciones como la elaboración de tocados con plumas y la compra/venta de cuero cabelludo, temblaban de envidia tras enterarse que un compañero de la infancia sobresalía como gran jefe de una próspera tribu.
Debido a esta afición, hubo quienes abandonaron amigos y amores que no fueran de humo, negándose a estrechar relaciones con algún otro individuo que no participara de tan gaseosa naturaleza.
Lo terrible de dicha modalidad no era sólo que resultaba groseramente contaminante, sino que cuando llovía se hacía imposible establecer la conexión, más la fragilidad de los comentarios, imperceptibles durante la noche y borrados sin misericordia por las corrientes de aire (de allí lo de “las palabras se las lleva el viento”). Pese a ello y aunque después el mecanismo fuera reemplazado por la telegrafía y el vuelo de azules palomas mensajeras, la mano que agita la manta sobre el fuego sigue intacta frente a otro resplandor.

Ilustración: Irene Pizzolante
irenepizzolante@gmail.com
http://irenepizzolante.com

1 comentario:

Darío Gil dijo...

Jajajaja, como que los tiempos no cambian. Estupendo, como siempre excelente Castor