martes, octubre 12

Padrón en la frutería


Confieso que no me pelo ni un capítulo de “La mujer perfecta”. Sus muchas tramas conservan los rasgos característicos de toda telenovela, con la salvedad de que diálogos y situaciones son eventualmente aderezados con una pizca de poesía (la receta catódica padroniana también incluye como ingredientes humor, barrio, riqueza, traiciones y romance, reunidos en un platillo pensado para satisfacer los más diversos paladares) que por momentos deja la sensación de que uno no está ante un dramón sino asistiendo a un recital en el Teatro Trasnocho. Algunos critican que “la gente no habla así”, aunque yo no les veo nada de malo a esos parlamentos cargados de lirismo pues si las personas se expresaran como a veces se expresan los personajes de las telenovelas de Leonardo Padrón, el mundo sonaría más sabio y bonito:
- Portu -dice clienta 1 desde el área de las frutas en el mini mercadito-, ¿cómo está este aguacate? ¿Maduro ya? Digo… ¿juicioso, ecuánime, en sus cabales?
- Mi señora -responde el portu-, como escribiera una vez François Mauriac, “El tiempo siempre está maduro, la pregunta es para qué”.
- ¿Y los cambures?
- Plenos, en el clímax de su paso por este mundo que, aunque lleno de cosas tristes, también ofrece un cupito de felicidad en la que tenemos matricularnos cada mañana.
- Lux et veritas -interviene la señora de la limpieza mientras sacude con un plumero la torre de duraznos enlatados.
- Y dónde se consiguen esas planillas para optar a la alegría -pregunta retóricamente clienta 1-, porque la última que yo tenía se me acabó anoche, me la arrebataron unos malandros a las puertas del rancho y desde entonces ando con la sonrisa atorada entre los dientes.
- Es que esta ciudad, por muy buenos atletas del optimismo que seamos, es una competencia perdida desde el principio, un chubasco de cemento que nos moja el ánimo, un enemigo que se nos coló aquí -se agrega a la charla clienta 2, apuntándose con un dedo el pecho- en el mismito corazón.
- ¡Ah, el corazón! -añade clienta 1 a la vez que levanta una chirimoya como si se tratase del cráneo de una calavera-. Más que un músculo, el corazón es una emboscada, un incendio rojo. Duele, quema, ¡pero cuánto deseamos arder en esa catástrofe de la razón!
- O, como diría Petrarca -comenta el muchacho que embolsa los productos-: “Quien puede decir cuánto ama, pequeño amor siente”.
- ¡Pequeño amor siente! -repite en coro el resto de la clientela allí reunida.
- Me voy a preparar el almuerzo -se despide clienta 1- ¡Carpe diem a todos!
- Pero, señora - exclama el portu-… ¿Y el aguacate? ¿Se lo lleva?
- ¡Claro! Aquí lo llevo conmigo. Como un tatuaje.
- ¡Estos corozos están piches! -protesta cliente masculino, recién llegado.
- Pues… le digo algo, caballero: como en la vida, este mini mercadito no tiene departamento de reclamos -remata la señora de la limpieza-. Además, un corozo es un corozo es un corozo…

Ilustración: Irene Pizzolante
irenepizzolante@gmail.com
http://irenepizzolante.com

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