martes, junio 14

Un baño, por favor


Planeaba afirmar en esta primera línea que las personas que hacen pipí en la calle merecen todo nuestro desprecio, pero me niego a juzgar precipitadamente hasta una circunstancia tan indignante como esa y, en armonía con el carácter científico que define a esta columna, bebo un par de Gatorade y tomo el vehículo para experimentar en vejiga propia qué pasa por la cabeza de esos maleducados que -ya sea sobre un portal o cual perrito pekinés ante un poste del tendido eléctrico- responden al reclamo de la naturaleza o, para ser exacto, de los riñones.
Durante los primeros minutos, la urgencia es soportable y aunque se acentúa a medida que pasa el tiempo, aún sigo en condiciones de reprochar a los borrachines que en las noches de juerga azufran los rincones de la ciudad; el embotellamiento del tráfico, no obstante, abre paulatinamente un espacio de comprensión para las embarazadas y los aquejados por problemas de próstata, entre quienes el umbral de resistencia para ir al baño se estrecha con énfasis y -sin un MacDonald´s a mano- profanan clandestinamente las esquinas menos visibles de los kioscos.
Con gallardía, paso de largo un par de gasolineras notando ya que ciertos eventos que ordinariamente pasan desapercibidos (aquel conserje que con una manguera riega las plantas, cada hueco en que cae el carro agita el Gatorade, y -¡dios mío!- el endemoniado chorro de la fuente de Plaza Venezuela) en medio de esta vicisitud adquieren los rasgos de una conspiración; la tarea se complica hasta el infinito con el ultimátum en forma de leve lluvia ¿Han intentado sobrellevar, dentro de un vehículo arrullado por la lluvia, las ganas de ir al baño? No hay música ni anuncio gubernamental emitido por la radio que distraigan de este llamado fulminante a la caverna y a lo animal, cualquier razonamiento es ahogado por esa mano invisible que, desde adentro, aprieta cada vez con mayor fuerza allá abajo mientras las gotas de lluvia ruedan como serpientes sobre el parabrisas.
El civismo zozobra y me sorprendo barajando opciones, cada árbol sobre la acera toma la deliciosa apariencia de un mingitorio esmaltado o, mejor aún, cada árbol es el mar al que uno entra para agrandarlo pese a la cercanía de los otros bañistas. Tan democrático apremio nos uniforma, nos pone en contacto con las cuestiones elementales y durante estos minutos de espanto no se desea éxito o fortuna, ni siquiera amor; sólo un excusado. Ahora no soy más que una vejiga tras un volante.
Desde el vehículo observo a los otros conductores atascados en el tráfico y por las expresiones de sus caras no es difícil identificar a los colegas de tribulación (aquel señor que toca con empeño la corneta es sin duda uno de los urgidos), muchos de los cuales encontrarán el sosiego entre matorrales o al pie de un oscuro frontispicio pero ¡ay! de las pobrecitas mujeres. Alcanzado este punto, ya uno no se está orinando del latín urinam. Qué va. Uno lo que se está es meando. Se empieza a desvariar, quién fuese uno de esos querubines de jaspe cuyos piripichos llenan día y noche las fuentes de los jardines de mal gusto; como un sueño, llega a la memoria aquella tarde cuando nuestra madre nos tomó de la mano para llevarnos detrás de un mar de cayenas en flor y a uno sin importarle que un gentío anduviera cerca; la vida era entonces tan sencilla, hermosa.
Y no diré más.

Ilustración: Irene Pizzolante
irenepizzolante@gmail.com
http://irenepizzolante.com

3 comentarios:

@Dancerebre dijo...

Jajaja, por eso muchos tiendena tener una botellita guardada en el guantera del carro...

Anónimo dijo...

GENIO!

Cástor E. Carmona dijo...

No había pensado en lo de la botellita a modo de urinario ambulante. Asqueroso, pero efectivo.