martes, julio 26

El guachimán inanimado


Antes de volver a la estación por una botella de agua para el largo viaje en autobús, la chica repite ese gesto natural tanto en bares como en iglesias, y que consiste en desatarse el pulóver de la cintura y extenderlo sobre el asiento para que sirva de centinela de un trono provisional. Ya sea una toalla sobre la silla playera o un periódico o una revista en la butaca del auditorio donde se cursa un seminario, el propósito del guachimán inanimado siempre es el mismo: alejar a los usurpadores potenciales y marcar el territorio, que si los poodles llevaran ropa (corrijo: ahora los poodles llevan ropa. Entonces, si los poodles fuesen un poquito más educados) no andarían orinándose por ahí sino que dejarían el pulóver al pie de su árbol favorito.
En el autobús solo quedan disponibles los asientos malqueridos, es decir, los de la “cocina” y el par situado tras la nuca del chofer, lo que lleva a los pasajeros recién llegados a dirigirle a la prenda de la chica esa mirada de odio/desencanto/frustración del expedicionario cuando ve que en la cumbre ya ondea otra bandera. El método de los asientos numerados, aplicado en los aviones, los teatros y los cines, no ha podido erradicar ese sinsabor e igual la gente se desmadra por entrar y si tiene que ausentarse por un momento, deja sus tierras bajo la supervisión del guachimán inanimado, que no siempre es inanimado: también las personas ejercen el rol de pulóver y en los bancos es una costumbre materna poner al bebé en la cola, cual vigía dormido dentro de un moisés, mientras se va por otra planilla.
Sin ir muy lejos, recuerdo que a mí, de tripón, me llevaban al automercado los días de quincena no para que eligiera mis golosinas favoritas, como creía entonces cegado por la ingenuidad de esos años, sino para que vigilara el puesto en una de las filas que durante las fechas de cobro llegan hasta el área de las verduras; en eso pasé gran parte de mi niñez y de mi adolescencia, haciendo de cono en una cola, allí jugaba al malabarista con los tomates y creo que fue allí donde me desarrollé y me salió mi primera espinilla. La cosa no cambió ni después de casado y hasta cuando me escabullo a solas al súper, mis traumas infantiles regresan de la mano de esa señora que, tras un periodo no mayor a los tres minutos en los que se ganó su derecho de zona, me intercepta con una mueca de pesadumbre seguida de la solicitud: “¿joven… me cuida el puesto?” dizque porque olvidó una lata de atún.
Si está delante de mí, ruego a los cielos para que no vuelva; si pertenece a esa raza inferior que es la gente situada detrás de uno en una cola, le digo que sí y luego voy a esconderme tras la pila de los enlatados para verle la cara mientras me busca, todo menos asumir un compromiso que abarca numerosas obligaciones: a) Guachimán, por supuesto, aunque animado; b) Carretillero, para empujar el carrito de la doña si la cola avanza; c) Testigo declarante, para que a su regreso -porque regresará, sí, con media charcutería entre las manos pero ninguna lata de atún- los demás en la cola no se pongan belicosos; y d) Abogado defensor, si los demás en la cola se ponen belicosos, como ahora se ha puesto, no el resto de los pasajeros, sino la propia chica del autobús.
Ella regresó. Nadie ocupó su puesto. Pero por ningún lado aparece el pulóver.


Ilustración: Irene Pizzolante
irenepizzolante@gmail.com
http://irenepizzolante.com

1 comentario:

Anónimo dijo...

jjajajjjajajajaaaa me has hecho reir mucho... como siempre!