martes, octubre 25

Molleja

Un amigo pregunta qué me pareció mi primer viaje por mar, tardo en responder mientras le doy chance a mi diccionario de sinónimos mental a que busque en su joyería deslumbrantes adjetivos tales como “imponente”, “grandioso” y “colosal”, revueltos entre las gemas “regio” y hasta “excelso”, aunque esos preciosos calificativos no alcanzan a expresar la carga emocional que me causó aquella masa de agua que es, cómo no, imponente, grandiosa, colosal, regia y de sobremanera excelsa… pero para todo maracucho el mar es esencialmente mollejúo.
Así se lo digo al amigo. “Mollejúo”. Me mira con extrañeza. Yo no encuentro mejor término para exponer la impresión generada por ese sinfín salado, y me impongo la tarea de averiguar los orígenes de la elocuencia de la molleja, palabra que, si a oír vamos, está lejos de ser la más sublime. Descubro entonces que así se le llama al segmento digestivo con que los peces, ciertos reptiles y algunas aves trituran finamente los alimentos, y que tan bien sabe en guisos y sopas. Los primeros zulianos, afanados en la pesca y la ganadería, se maravillaron ante las posibilidades culinarias de esta delicia que de las aguas y de los pastos saltó a la mesa y de allí a expresar cualquier situación que sobresalte las entrañas porque molleja es también una glándula timo próxima al corazón y emparentada con el griego thumos, de donde se deriva el alma, la ansiedad, el deseo y todas esas tribulaciones que se desatan en los rincones del pecho.
El aislamiento aplicado por las elevaciones andinas por un lado y el lago desde el extremo oriental, amuralló por largo tiempo las maneras orales del zuliano; luego -afirma Antonio Romero Prieto, lingüista y profesor jubilado de LUZ- el boom petrolero, los aviones y la apertura del Puente “General Rafael Urdaneta” le abrieron el paso a un lenguaje “culto” que procuró desplazar los localismos y estos huyeron azorados a protegerse en las conversaciones de confianza. De allí que el maracucho criado en el voseo tutea para marcar distancia -rasgo que delata, también, una vergüenza turbia-; pero una vez tocado por el afecto, el maracucho sella la amistad con un cálido “vos”.
Además de expresión admirativa equivalente al “¡na guará!” larense o el “¡caracha negro!” del llano, el “molleja” actúa como artículo, adjetivo, verbo o cualquier otro ingrediente de una frase; su versatilidad -apunta el escritor y estudioso del lenguaje José Rafael Hernández Fereira- atraviesa los muros construidos por la Real Academia y, así, el maracucho no corre, se esmolleja; nunca lo gana la locura sino que anda de mollejón; a cambio de una riña arma un mollejero y para olvidar un amor no se embriaga sino que se vuelve molleja.
Más que de lingüística o de regionalismos baratos, hablo de la relación sentimental que nos une a las palabras, de esa íntima e irrenunciable calidez que le da el corazón al diccionario y que a mí me lleva a sentir que como gallitos y no cotufas cuando voy al cine, y nadie me saca de la cabeza que en una busaca entran más cosas y es más resistente que una bolsa. Por eso “mamá” es la palabra más hermosa y cuando una persona me miente, no la envío a destinos insípidos como lo son el infierno y los diantres, qué va; yo mando a esa persona pa´ la verga.

Ilustración: Irene Pizzolante irenepizzolante@gmail.com http://irenepizzolante.com

1 comentario:

Anónimo dijo...

G - E - N - I - O !