sábado, abril 7

Video Beam

Atrás quedó la prehistoria del pizarrón y la tiza cuyos residuos llevaron a la tumba a muchas maestras asmáticas, las fichas traspapeladas en medio del discurso, o el bombillito del retroproyector que hacía sudar a mares al conferencista, y gracias al Video Beam educarse es hoy toda una experiencia cinematográfica. El destello de la primera lámina impone una sensación tan parecida a estar en el cine, que provoca abastecerse de cotufas y deslizar el brazo sobre el hombro de la moza más cercana para disfrutar como es debido de la función; el integrante más gentil de entre la audiencia se ofrece a apagar las luces e -imbuidos en la penumbra- sobreviene un espectáculo rico en dibujos tridimensionales, párrafos que saltan y dan vueltas como un tifón antes de dejarse leer, videos, audios y demás fuegos artificiales que poco importa si el orador domina o no la materia cuando semejante despliegue audiovisual merece el Oscar tanto o más que Martin Scorsese por “Hugo”.
Aunque dicho dispositivo no hubiese alcanzado tal grado de dramatismo sin la compañía del programa protagónico en todo comité entre ejecutivos o exposición académica: el Power Point. Algunos programas recientes, como es el caso de Prezi, han intentado arrebatarle su estrellato, pero el PowerPoint mantiene su supremacía entre los menos experimentados en asuntos tecnológicos y si algo amerita decirse, debe ponerse en láminas, decirse con PowerPoint. Traducido al español significa algo así como “punto energético”, pero… ¿qué energiza? ¡Pues nada menos que los genes de la memoria y la elocuencia! Y es que si al momento de la charla no abre el archivo de PowerPoint, el erudito caerá de bruces al foso de la amnesia y el tartamudeo. Sé de profesores que suspenden su disertación porque se averió el Video Beam, mientras que los gerentes desprovistos de este aparato son una especie desnuda, peor a que si les arrancaran de entre los dedos los palitos de comer sushi.
Quien exponga un tema a muela limpia corre el riesgo de ser confundido con un charlatán. Con el Video Beam ¡ni de vaina!, con el Video Beam se es un orador literalmente iluminado y que reacciona con fastidio ante las interrupciones tempranas del público -“espere, que ese punto lo aclaro dos láminas más adelante”-. Los espectadores pasamos a ser críticos de las bellas artes, concentrados en la reflexión “debió ponerle menos letras y más dibujitos” mientras se mira fijamente la pantalla no vaya a ser que el conferencista nos lance una pregunta por andarlo viendo a los ojos.
Si ahora los dirigentes exponen sus delirios en primorosas láminas (el papel aguanta todo, pero el Video Beam ¡lo anima!), y el presidente de la junta de condominio apela a imágenes prediseñadas para orientar a los miembros de la comunidad en cómo arrojar la basura por el bajante, poco falta para el día en que su uso irrumpa en los espacios íntimos y uno llegue tarde a casa y encuentre a su mujer armada con una laptop, presta a proyectar ciertas laminitas. Tras un efecto de barrido horizontal, aparece el icono de una tijera desbaratando corbatas y pantalones, seguido de un archivo Quick Time donde los hijos dicen adiós en medio de un mar de lágrimas, para de inmediato la expositora desplazar el haz del apuntador láser sobre las imágenes de la casa y el carro difuminándose inexorablemente.
Y de ahí a la frase con que toda presentación con Video Beam que se respete, cierra su rito: “Muchas Gracias”.

Ilustración: Irene Pizzolante

Converse

Soy muy rebelde como para pasar todo el día con mocasines ejecutivos pero no lo suficientemente hippie como para usar sandalias étnicas, lo que me deja un único atajo si es mi deseo proyectar un aire espontáneo y ciertamente cool: comprarme unas Converse (¡ah!, porque con las Crocs parece que uno acabara de salir del baño y anda en pijamas por la calle). Apenas me introduzco en el nuevo calzado y me anudo las trenzas, la mutación surte efecto.
Un zapato o un reloj son más que un zapato o un reloj, son un asomo a la vida que se desea vivir y ya dentro de las Converse es como si pisara el mundo por primera vez, sin proponérmelo empiezo a silbar un tema de Gorillaz y miro a través de los ojos de James Dean pues es sabido que estas zapatillas son la motocicleta de muchos hombres y la inyección de silicona de las mujeres a las que no les gustan las inyecciones de silicona.
Claro, pronto descubro que para que las Converse cumplan cabalmente con su propósito no basta con oír la música de Avril Lavigne y ver películas de Tarantino, sino que ha de ejecutarse ese elástico y casi mítico movimiento de piernas que consiste, al momento de permanecer sentado, en doblar los pies hacia su eje interior de manera que los dedos gordos casi se enfrenten a una distancia aproximada de quince centímetros, como si se tratase de una deformidad de las extremidades inferiores; pero no es eso sino la postura anatómica que define a los consagrados.
No se trata de una impresión individual y los 750 millones de usuarios profesamos un lema tan íntimo como intransferible, “Tengo derecho a ser original”, y al cruzarnos en la acera nos identificamos unos a otros sin necesidad de vernos a la cara, al ras del piso gran parte de la conversación ya está dicha pues como corresponde a todo artículo de uso personal, el calzado cumple una función mediadora de las naturalezas afines (en algunas culturas, zapato significa “acuerdo recíproco”) e impulsa un salto hacia adelante en la agotadora tarea de conocerse y congeniar.
Por supuesto, debido a la suela delgada es casi como si andase descalzo -se sienten hasta las piedritas del camino- mientras que la transpiración alborotada por el material de lona demanda generosas dosis de talco medicado, inconveniente menores ante el porte entre bohemio y retro que no ofrecen otras botas deportivas, como las ñoñas Nike, por citar un caso, y aunque ambas firmas pertenezcan a los mismos propietarios señalados por poner a trabajar durante 16 horas a tripones tailandeses, no hay como las Converse para nadar a contracorriente de los estereotipos.
No todas las opiniones son favorables y al verme llegar a la oficina el jefe les lanza una mirada de recelo, quizá tema que sufra problemas de adaptación o que utilice las resmas de la fotocopiadora para confeccionar avioncitos de papel; pero yo tranquilo: hasta el día de mi jubilación cumpliré horario de 8 a 5 más horas extra, pero con los pies vestidos de Converse debajo del escritorio (los dedos gordos enfrentándose a una distancia aproximada de 15 centímetros, recuerden) le descargo una patadita de insubordinación a esta sociedad tan normalota como abusiva.

Ilustración: Ivonné Gargano

Manifiesto de los huecos

Que si “un hueco de la calle me echó a perder los tripoides” o “no te pellizques las espinillas porque te sale un hueco en la cara”, son calumnias que han puesto nuestra reputación por el piso y motivos por los que fui designado para dar a conocer a la opinión pública el Manifiesto de los Huecos, redactado durante una asamblea general que contó con una nutrida asistencia de nuestra pisoteada especie, y donde se determinó que sin nuestra presencia en el planeta la vida no sería la misma. Es más, sin huecos no habría vida en el planeta.
Sin la ayuda de este servidor en la base de determinados recipientes, se complicaría enormemente la tarea de escurrir el agua de los espaguetis, y dígame usted dónde empotrar el clavo de donde pende la sonrisa de la Mona Lisa. Muchos sienten que han llegado a casa solo luego de echarse encima los agujeros del viejo blusón de sobremanera indiferente al qué dirán (y si -como suele afirmarse- la cosa está así de mala, sería un gesto liberador salir a la calle prescindiendo del hilo y la aguja, maléficos instrumentos cuyo manejo sobre manteles, suéteres y cortinas ha acabado con poblaciones enteras de nuestra civilización).
Entendemos que nuestras apariciones sobre el asfalto animan el desprestigio del que somos objeto, pero en honor a la justicia que también sea reconocida nuestra actividad orientadora de direcciones intrincadas –“al llegar al hueco de la esquina, cruzas a la izquierda”-, así como que sin nosotros muchos periodistas carecerían de tema y los transeúntes de motivos para emprender animadas conversaciones en torno a la impericia de las autoridades. Pero nada, ni siquiera una cartica de agradecimiento de parte de las fuerzas opositoras que, sin hueco fiscal, agotarían prontamente el discurso de la proliferación de basura.
Y ni hablar de nuestro infinito servicio como metáfora. De un hueco han salido muchos de los mejores versos y la poesía no sería la misma con la Luna desprovista de cráteres más un mundo sin los abismos donde reposan las aguas. Se habla del pozo de los vicios, la soledad y la tristeza también son huecos y sólo después de haber caído dentro de uno de ellos se aprecia en su exacta dimensión el regocijo del ascenso.
La existencia comienza y termina en un hueco, de donde se asoma la permanencia de las especies, la vida. Los caballeros derrochan grandes fortunas en flores e invitaciones a cenar o desatan guerras donde ponen en riesgo sus vidas, sólo por frecuentar el delirio de nuestro oscuro reino, entre tanto las damas encuentran en los roces de la incursión su mayor fuente de regocijo. Así que ante la serie de razones expuestas, solicitamos, no, ¡exigimos! que sean respetados nuestros derechos para lograr vivir en amistad humanos y huecos, ajenos como somos a los prejuicios del rencor. Recuerda que cuando todo acabe y terminen de caer las lágrimas de los deudos, un delegado de nuestra especie te tomará para abrazarte hasta el fin de los días.

Ilustración: Ivonné Gargano

martes, marzo 20

Peludas

Las mujeres dominan la franquicia del suspiro y, siempre y cuando acerquen delicadamente un pañuelo a sus labios, disfrutan de relativa inmunidad para el bostezo y el estornudo; luego de allí, los manuales de etiqueta levantan un muro entre los arrebatos corporales ejercidos por uno y otro sexo: mientras a pocos desconcierta que un hombre expectore a mitad de un sarao o en una cita de negocios, las miradas de desaprobación recaen sobre la damisela que no corra a esconderse detrás de una mata e incurra en la vileza de sonarse la nariz en público para expulsar los demonios que trepan por la garganta durante un resfriado.
Pero eso está cambiando y si ahora los hombres acostumbran depilarse con electrolisis torso y piernas así como dormir con el rostro disecado en cristales de zábila, es justo que las damas participen de ciertas competencias hasta hoy reservadas al género masculino. Ya se han logrado grandes progresos en esta lenta pero firme revolución en el campo de la urbanidad y desde su extremo de la cama muchas esposas se toman la licencia de roncar escandalosamente, mientras cada día aumenta el número de mozas que descubren el privilegio de atenuar la sed pegándole el pico a la jarra de agua.
Tras disfrutar de una cena abundante, las más aguerridas ensayan al borde de la mesa el satisfactorio gesto de llevarse la mano a la altura del estómago para friccionárselo mediante movimientos circulares como muestra de llenura, o dan ese notable salto en la democratización del protocolo que es entregarse al placer de hurgarse la dentadura con un palillo mientras esperan a que el mesero del restaurante traiga la cuenta. Y ni hablar en la intimidad del hogar, allí donde las heroínas de la igualdad entre los sexos libran batallas cruciales:
- ¡Mijo!, ¿qué tanto te arreglas? Apúrate, que no me gusta llegar con la película empezada -apura ella, con una lata de cerveza en una mano y el control remoto de la tele en la otra, mientras atiende el inning decisivo de un encuentro Caracas-Magallanes.
- Ya va, chica, que aún no me decido entre las tres mismas chivas de siempre -responde el indeciso.
Si por siglos los hombres no tuvimos reparos en sentir orgullo por la vivacidad de nuestros eructos y hoy apenas es cuando empezamos a apropiamos del liberador derecho a llorar en público, es de esperar que ellas remonten (¿con las piernas peludas?) los peldaños de la simetría definitiva entre ambos géneros y renuncien a salir de la alcoba cuando Madre Naturaleza las apremie a echarse un peíto, se acomoden la cremallera del pantalón ante la vista de los otros pasajeros del Metro y -ya en la sala sanitaria- olviden subir la tapa de la poceta.


Fallar la puntería será el último dominio a conquistar.



Ilustración: Ivonné Gargano

jueves, marzo 15

Sin placeres culposos

Me hormiguea el tímpano cada vez que escucho a alguien confesar su placer culposo. Con el placer no hay problema, lo que me desconcierta es el reconcomio cuando se “sucumbe” a una serie de tv, una película, un cantante o a una comida de dudosa reputación que ese alguien disfruta infinitamente pero con las mejillas abrasadas por el bochorno.
Como el policía que interpreta Tom Cruise en Minority Report, la culpa es una efectivísima herramienta de control social que evita crímenes antes de que ocurran, cosa que hasta buena es; pero siempre que la consumación del gozo no dañe a uno mismo o a otra persona, no veo razón para dejar ese asunto tan íntimo que es el ejercicio del placer en manos de los legisladores del gusto y sus pautas sobre qué cuestiones son dignas o indignas de proveer satisfacción.
Desobedecer ese buen gusto oficial lleva a que muchos sientan haber mordido la manzana prohibida, a considerarse unos traidores en medio de la ejecución de un acto impuro; aunque sospecho también que andar por ahí confesando sentir culpa por el cumplimiento de tal o cual deleite desprende un tufillo a echonería: cuando una persona dice que la acosa la vergüenza por no pelarse ni un episodio de Jersey Shore -por citar un ejemplo extremo-, está expresando sigilosamente que dicha abominación es solo un paréntesis, la excepción, apenas una grieta en la cumbre de su espíritu; que, bueno, sí, chico, ando pendiente de las borracheras de Snooki pero con penita pues yo no soy así, mis aficiones son por lo general sublimes mas así será de espontánea mi naturaleza que a veces me permito bajar de las alturas y hundir la punta del zapato en el barro de la insensatez.
- ¡Las empanadas de dominó son mi placer culposo! -dice el comensal y a partir de ese testimonio quien le oye completa la línea de pensamiento: “…¡ah!, eso es porque lo suyo son los platillos gourmet y demás sofisticada gastronomía”. Y es que desmarcarse del populacho está entre las ventajas que ofrece la culpa. Por el mundo andan los hijos de vecina comprando los discos del grupo Aventura o encantados con Súper Sábado Sensacional sin que el remordimiento los abata; pero que a mí me atribule repetir una y otra vez en el equipo de sonido del carro “Mi casa huele a ti” de Tito El Bambino, es un jirón de rectitud que indica que mi sensibilidad aún tiene remedio. Se me perdona incurrir en ciertas alegrías, siempre y cuando guarde la elegancia de sonrojarme por ello.
En fin, no vale la pena permitir que la culpa y el placer anden juntos en una misma frase y si te convence la música de Justin Bieber, llévala sin angustia en el iPod, tararea en el ascensor las canciones de Gilberto Santa Rosa, con un bol repleto de cotufas apoltrónate a disfrutar de la última entrega de Crepúsculo, empáchate de chocolate y luego dale varias vueltas a la manzana, ve qué hay de nuevo en los sex shops, no pidas perdón por entregarte al perreo y, si ese es tu capricho, mira telenovelas mexicanas sin que la sombra del bochorno ensucie tu deseo.

Ilustración: Ivonne Gargano

jueves, febrero 23

Reconoce al acosador virtual

- Apenas estrenan una red social, el acechador romántico online te envía una invitación para espiarte desde la nueva ventana digital recién abierta.
- Los chequeos que el admirador empedernido realiza en Foursquare son regularmente desde las inmediaciones de tu sitio de trabajo, frente al gimnasio al que vas o en el edificio contiguo al mercado donde haces las compras.
- Descubres que tu acosador o acosadora ha incluido a tu mamá y a tu papá en una de sus listas en Twitter llamada “Suegros”.
- Sientes que el satélite de Google Earth apunta a tu casa en todo momento.
- A veces te consulta si tienes planeado ver una película por Cuevana, cuál y a qué hora. Su idea es verla “juntos”.
- Las 80 visitas diarias que reciben tus videos en YouTube provienen de una misma dirección IP...
- Es el único o la única que, tras la llegada del microblogging, continúa publicando religiosamente comentarios en tus espacios en Blogspot y Wordpress.
- Cita de memoria un tuit que publicaste hace un par de años ¡O lo retuitea!
- Eres su único contacto en MySpace.
- No solo conoce el número de entradas que tiene tu nombre en Google, sino también en Auyantepui y Altavista.
- Te envía melosos correos cadena a tus cuentas en Cantv, Gmail, Yahoo y ¡hasta Hotmail!
- “¿Y no vas a felicitar a tu primo zutano? ¡Hoy se gradúa!”, te pregunta como si nada, es decir, está más al corriente de la vida de tus contactos (y la de los contactos de tus contactos) que tú.
- Un día llega a preguntarte vía online: “¿Y eso que ya no pasas por ICQ?”.
- “¿Con que ahora comerciante, ah?” publica en el muro de comentarios de tus ventas por Mercadolibre.
- Apenas te asomas a Facebook, de inmediato se abre la ventana del chat con su expresivo saludo: “¡Holaaaaaaaa! (emoticon de carita alegre)”.
- Si lo o la bloqueas en Twitter, reaparece horas después con otro nombre de usuario más el correspondiente reproche: “¡Soy yo!.. ¿Por qué eres tan odios@? (emoticon de carita triste)”.
- Si pasas un día sin conectarte, visita las emergencias de los hospitales, la cárcel y hasta la morgue, angustiadísim@ ante la posibilidad de que te haya ocurrido algo.
- Todas las fotos en Flickr o en la cuenta de Instagram del acosador virtual son imágenes de ti regando las plantas o en la parada del autobús (algunas de ellas, intervenidas con Photoshop para mostrarse a tu lado rodeándote por la cintura).
- En el intento por evadir su asedio a través del PIN, cambias de BlackBerry a iPhone. Días después, te envía una invitación para que instales WhatsApp.
- Cada vez que, para acabar con el fastidio, intentas cerrar todas tus cuentas de correo y las de las redes sociales, el teclado y el mouse se trancan.
- Presa del pánico, adviertes que el sitio que el acosador o la acosadora marcó hace pocos segundos en Foursquare, es justamente la habitación en la que ahora estás.

jueves, febrero 16

Mi vida sin Megaupload


Cerraron el servidor del que me valía para ver películas por internet y, presa del aburrimiento, me decido a revisar el periódico. Sorprendido, descubro que entre los avisos clasificados y la sección destinada a honrar a los difuntos aparece un apartado lleno de caras conocidas y afiches que invitan a visitar un tipo de establecimiento -¡de bloques, alfombra y concreto!- donde proyectan las películas de la temporada. La curiosidad me devora y, eso sí, con cierta desconfianza, me dirijo a conocer una sala de cine.
Tras varias consultas por el paradero del local, llego al sitio donde una modesta afluencia de personas apura la lectura del cartel electrónico en el que aparecen y desaparecen en un parpadeo las diversas opciones; ya dentro del inmueble se explaya otra cola y como nunca he dominado el impulso de hacer una cola, me incorporo a ella, quién quita, quizá hasta encuentre leche en polvo y aceite de comer, pero sorprende hallar aquí también las veneradas cotufas y un par de chocolates que, finalmente, terminan costando más que el boleto de entrada.
Llevado por el rebaño de espectadores, ingreso a una de las galerías que recuerda a una boca del Metro y en cuyo interior se extiende una especie de anfiteatro en ascenso, con sillas ordenadas de tal manera que sus ocupantes logren distinguir un telón en blanco que, cosa inaudita, no muestra ningún protector de pantalla. Bajan las luces, el entorno se diluye en la penumbra, echan un noticiero infinito más el tropel de comerciales -¡para esto me quedo en casa viendo la tele!- mientras sobre la butaca contigua se aplasta un gordito que de inmediato emprende una sorda batalla para apoderarse, centímetro a centímetro, del uso del posabrazo.
Algunos elementos guardan una asombrosa similitud con ver en casa una película de las quemaítas: los susurros de la concurrencia y la sombra que avanza entre la hilera de asientos delanteros en procura de una butaca, son cuestiones que yo siempre creí que formaban parte de la película a modo de tentativa experimental de los directores vanguardistas; se inicia la proyección y, eso sí, admito que acá aumenta esa calidad de pieza de pan recién salida del horno que tienen los personajes durante los primeros minutos de un film.
Al igual que el tamaño de la pantalla, aquí la huella es más honda, poco a poco se distancia y va agrandándose con relación al efecto dejado por la tele o el monitor de la PC; aquí, dentro de esta panza oscura, la mano de la ficción aprieta con más fuerza la garganta y así como es un placer unirse a los otros en una misma carcajada la vez que el protagonista cena en compañía de sus suegros, descubro también la mayor calamidad de ver una película en una sala de cine: no poder largarse a llorar libremente cuando los amantes se despiden entre los vapores de una estación de ferrocarril. En casa uno detiene la película vertida por el DVD o el Blu-ray, se escabulle al baño, enciende un cigarrillo y regresa recompuesto a la historia contada; acá -para que el gordito de al lado no sospeche nada- se ha de fingir que una basurita cayó repentinamente en el ojo y, concluida la función, simular que se ve la hora en el reloj de pulsera o se está atento a los escalones que llevan a la salida, lo que sea menos alzar la mirada para que nadie advierta los ojos inflamados, el semblante abatido; como nunca, el corazón hecho un trapo camino al estacionamiento.

lunes, febrero 13

Compartir el carro


- Disculpen la tardanza, es que anoche me eché unos palos y amanecí fatal -se excusa, tras cinco minutos de demora, quien hoy ocupa el asiento de copiloto luego de que la junta de condominio animara a los vecinos que participan de horarios y destinos similares, a compartir el automóvil durante la ida y el regreso al trabajo con el fin de ahorrar gasolina y reducir el embotellamiento vehicular; pero tan magnífica medida, no hay duda, también depara reveses insospechados…
- Aquí traigo una musiquita para amenizar el trayecto -anuncia copiloto, sacando de su maletín el más reciente CD de Lady Gaga.
- ¡Qué alienante esa música, camarada! -precisa el vecino instalado en el extremo izquierdo del asiento posterior-. Propongo colectivizar el asunto eligiendo entre todos un género musical por día. Los lunes, por ejemplo, cumbia y mapalé; los martes, Nueva Trova…
- ¡Yo podría grabar las diferentes categorías en las carpetas del iPod! -se ofrece asiento posterior extremo derecho.
- ¿iPod? ¡Ese es un dispositivo perverso utilizado por el capitalismo para enajenarnos y...! -se desboca extensamente asiento posterior extremo izquierdo.
- Por cierto… ¿no oyeron el atajaperros de anoche donde la parejita del 5-A? -interviene copiloto, revelando con su participación que enterarse a primera hora de las intimidades del vecindario es el atractivo dominante (además de combatir el calentamiento global, por supuesto) que entraña compartir el carro. Dirijo los dedos al bolsillo para tomar un cigarro y saborear el cuento como mejor se le saborea, pero de inmediato asiento posterior extremo derecho emprende un escándalo de tosidos mientras, según distingo por el espejo retrovisor, me mira fijamente la nuca. No tarda en sobrevenir la inaplazable reflexión:
- Vecino… ¿sabía que fumar da cáncer? Y no solo eso: el Señor condena los vicios.
- Tendremos que buscarnos un letrero de “Ambiente 100% libre de humo” -bromea copiloto y desisto de encender el cigarrillo pues, aunque voy en mi auto y me ampara el derecho, sobre mí se precipitará la venganza el día que me toque ir de pasajero en alguno de sus vehículos, menos en el de copiloto, que no tiene carro y acostumbra irse en camionetica a la oficina… Ahora que lo pienso, fue él quien expuso ante el vecindario la idea de “compartir” el automóvil y el que, además de figurar como el más exigente del grupo (“¿Por qué no te pasas por una panadería para comprarnos unos cachitos?”), gusta dirigir desde su asiento la conducción del vehículo: “Compadre, bájele un pelín al aire acondicionado… ¿Desde cuándo no le hace el motor al carro?… Por aquel atajo no hay cola”.
Asiento posterior extremo izquierdo, que es corredor de seguros, procura colocar unas pólizas entre los pasajeros hasta que asiento posterior extremo derecho rompe el silencio en el que ha estado sumergido durante casi todo el camino, estallando como un dique dinamitado: “Sospecho que mi mujer me va a abandonar”, confesión que impone en el grupo la tarea de pañito de lágrimas mientras yo no veo la hora de solazarme en el postergado privilegio de desatar la tormenta de truenos y relámpagos que me acontece cada vez que ceno brócoli. Ecológicamente, cada quien llega su destino.
- ¡Hasta el atardecer y sus fulgores, compatriotas! -se despide asiento posterior extremo izquierdo.
- Véngase temprano que hoy juega el Barça -me advierte copiloto.
- Queda con el Señor -reconforta asiento posterior extremo derecho.
Todo sea por el planeta.

miércoles, febrero 8

Riesgos del romance


El cine y la televisión, en insensato acuerdo con la revista Cosmopolitan, modelaron un catálogo de rutinas amorosas que se vuelve trizas apenas los amantes se tienden sobre las sábanas de la realidad: los riesgos varían desde querer robar un beso en el ascensor y terminar machucado por las puertas hidráulicas, hasta ese clásico de la pasión que es retozar entre las olas del mar, práctica esta que -según confirman aquellos que han incursionado en el idilio costero- esconde bajo su espuma no pocas emboscadas.
Supongamos que dimos con una playa que el Ministerio del Poder Popular para el Ambiente considere no contaminada y apta para el disfrute de los bañistas, adentrarse al océano en compañía de la media naranja exige una fortaleza de piernas digna de un pesista más el equilibrio de un acróbata del Cirque du Soleil, ello con el propósito de sobrellevar el peso de la pareja “abandonada entre tus brazos” así como para prevenir que el oleaje empotre en un peñasco a los tórtolos; pisar una aguamala, guillotinarse el pie con la superficie coralina, los calambres típicos de las actividades acuáticas más un tabardillo producto de la sobre exposición a los rayos ultravioleta, han enviado a no pocos amantes a dormir pero entre los peces.
En la orilla el asunto no mejora. Aquel arenero convierte la mano más suave en una piedra pómez que brinda lacerantes “caricias” al rostro, la espalda y demás áreas corporales de la persona amada; mientras que para combatir el enjambre de mosquitos se acostumbra impregnar la piel con repelente Off. Y no hay nada menos sensual que una piel impregnada de repelente Off.
Ya en casa, las velas aromáticas ordenadas sobre el borde de la bañera son una excelente iniciativa debido al racionamiento eléctrico más las multas que las compañías del sector aplican para evitar el despilfarro, pero tan fragante y ahorrativa propuesta ha llegado a achicharrar el dedo gordo del amante que, perdido en el jaleo amoroso, desliza inadvertidamente su pie sobre la llama del cirio. Más allá del shock térmico si el agua caliente no está debidamente graduada o de un patinazo mortal durante el enjabonamiento mutuo, lo de la bañera merece especial atención.
En los apartamentos tipo estudio las tinas son un lujo inaccesible y para prestarse a esta aventura romántica habría que solicitar en calidad de préstamo el baño en casa de los padres; otra posibilidad es recurrir a un hotel con habitaciones provistas de jacuzzi, eso sí: a mitad de una acrobacia amorosa, cuidado con caer de bruces fuera de la cápsula en forma de copa de Martini de la cadena Aladdin y -si se corre el riesgo- recordar traer consigo un frasco de Betadine para combatir los microorganismos plantados por la pareja que retozó allí quizá minutos antes.
Pasemos a la cama, donde un espina infiltrada entre los pétalos de rosa esparcidos sobre el lecho ha llevado a la ceguera a numerosos amantes, mientras que el trapo colocado sobre la lámpara de la mesita de noche para sumir entre penumbras el escenario podría agarrar candela gracias a la concentración calórica generada por el bombillo y aquello pase a ser, en rigor, un “momento ardiente” del que se concluye que el mejor regalo para agasajar a tu pareja este 14 de Febrero es una afiliación a Rescarven, que por algo su lema es “medicina con corazón”.

Jornada por kilo

Cuando se creía liquidada la discriminación laboral hacia las mujeres, una circunstancia insiste en sembrar atropellos en los sitios de trabajo de las damas: el peso corporal. “Las mujeres delgadas ganan más que aquellas que sufren de sobrepeso”, expone un estudio de la Universidad de Florida según el cual entre las “esbeltas” y las “corpulentas” se abre un abismo salarial de 6.000 dólares anuales; no obstante, dicha investigación solo contempla el aspecto económico, olvidando esas muchas otras tribulaciones sufridas por las hijas de Eva apenas retiran los pies de la báscula para posarlos en el tapete de entrada a la oficina:


De 40 a 55 kilos: “La flaca”

Si damos por cierta la mencionada investigación, podría pensarse que aquella trabajadora ubicada dentro de esta franja ha logrado un currículum cuajado de logros; y puede que así sea, lo que es indudable es que si su jefe es otra mujer, ésta se unirá en el trabajo al coro de féminas para acusarla de sufrir de trastornos alimenticios. Desde la recepcionista hasta el motorizado aprovechan el menor chance para indicarle truquitos para subir de peso y, si su jefe es varón, este duda si ascender a la empleada famélica a un cargo gerencial no vaya a ser que -cuando toque despedir a un empleado en caso de reducción de personal- el botado la tome por los hombros para aventarla, cual hoja al viento, por las escaleras y/o los ventanales de la compañía.


De 56 a 75 kilos: “¡La buena esa!”

Permanecer en lo que se considera el estado ideal dentro del binomio peso-estatura es garantía de ciertos beneficios… así como de numerosas condenas. Mientras sus compañeros masculinos se brindan asiduamente a surtirla de clips y a reponerle el papel a la impresora, las compañeras -junto a la jefa- no le quitan los ojos de encima a “¡La buena esa!” cuando el marido o el novio de aquellas visitan el sitio de trabajo. Una amenaza se cierne sobre la trabajadora instalada dentro de tan cotizado margen: el jefe varón le calcula el peso apropiado para sentarla sobre sus piernas.

De 76 a 99 kilos: “Gordis”

Con visibles rollitos alrededor de la cintura (razón por la que a la jefa comienza a caerle muy bien), es la primera a la que le preguntan si no ha visto la vianda con el almuerzo que alguien le sustrajo de su cubículo a uno de los compañeros, a la vez que los colegas varones le identifican la reserva energética necesaria como para que se encargue por si sola de cambiarle el tóner a la fotocopiadora.


100 kilos o más: “Gorda”

Aunque suele acompañar a la de 76 a 99 kilos a cambiarle el tóner a la fotocopiadora, las compañeras y la jefa no le quitan los ojos de encima si en ese momento no se encuentra ningún hombre en el sitio de trabajo y haya que reemplazar el botellón de agua; desde la recepcionista hasta el motorizado aprovechan el menor chance para indicarle truquitos para bajar de peso; y, si su jefe es varón, mantiene a mano el currículum vitae ante la sospecha de que será la primera en caer en caso de reducción de personal. Si llega a extraviarse el almuerzo de uno de los compañeros, la víctima del despojo no duda en acorralarla ante el resto de la nómina: “¡Devuélveme la vianda!”.