jueves, febrero 16

Mi vida sin Megaupload


Cerraron el servidor del que me valía para ver películas por internet y, presa del aburrimiento, me decido a revisar el periódico. Sorprendido, descubro que entre los avisos clasificados y la sección destinada a honrar a los difuntos aparece un apartado lleno de caras conocidas y afiches que invitan a visitar un tipo de establecimiento -¡de bloques, alfombra y concreto!- donde proyectan las películas de la temporada. La curiosidad me devora y, eso sí, con cierta desconfianza, me dirijo a conocer una sala de cine.
Tras varias consultas por el paradero del local, llego al sitio donde una modesta afluencia de personas apura la lectura del cartel electrónico en el que aparecen y desaparecen en un parpadeo las diversas opciones; ya dentro del inmueble se explaya otra cola y como nunca he dominado el impulso de hacer una cola, me incorporo a ella, quién quita, quizá hasta encuentre leche en polvo y aceite de comer, pero sorprende hallar aquí también las veneradas cotufas y un par de chocolates que, finalmente, terminan costando más que el boleto de entrada.
Llevado por el rebaño de espectadores, ingreso a una de las galerías que recuerda a una boca del Metro y en cuyo interior se extiende una especie de anfiteatro en ascenso, con sillas ordenadas de tal manera que sus ocupantes logren distinguir un telón en blanco que, cosa inaudita, no muestra ningún protector de pantalla. Bajan las luces, el entorno se diluye en la penumbra, echan un noticiero infinito más el tropel de comerciales -¡para esto me quedo en casa viendo la tele!- mientras sobre la butaca contigua se aplasta un gordito que de inmediato emprende una sorda batalla para apoderarse, centímetro a centímetro, del uso del posabrazo.
Algunos elementos guardan una asombrosa similitud con ver en casa una película de las quemaítas: los susurros de la concurrencia y la sombra que avanza entre la hilera de asientos delanteros en procura de una butaca, son cuestiones que yo siempre creí que formaban parte de la película a modo de tentativa experimental de los directores vanguardistas; se inicia la proyección y, eso sí, admito que acá aumenta esa calidad de pieza de pan recién salida del horno que tienen los personajes durante los primeros minutos de un film.
Al igual que el tamaño de la pantalla, aquí la huella es más honda, poco a poco se distancia y va agrandándose con relación al efecto dejado por la tele o el monitor de la PC; aquí, dentro de esta panza oscura, la mano de la ficción aprieta con más fuerza la garganta y así como es un placer unirse a los otros en una misma carcajada la vez que el protagonista cena en compañía de sus suegros, descubro también la mayor calamidad de ver una película en una sala de cine: no poder largarse a llorar libremente cuando los amantes se despiden entre los vapores de una estación de ferrocarril. En casa uno detiene la película vertida por el DVD o el Blu-ray, se escabulle al baño, enciende un cigarrillo y regresa recompuesto a la historia contada; acá -para que el gordito de al lado no sospeche nada- se ha de fingir que una basurita cayó repentinamente en el ojo y, concluida la función, simular que se ve la hora en el reloj de pulsera o se está atento a los escalones que llevan a la salida, lo que sea menos alzar la mirada para que nadie advierta los ojos inflamados, el semblante abatido; como nunca, el corazón hecho un trapo camino al estacionamiento.

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