martes, marzo 20

Peludas

Las mujeres dominan la franquicia del suspiro y, siempre y cuando acerquen delicadamente un pañuelo a sus labios, disfrutan de relativa inmunidad para el bostezo y el estornudo; luego de allí, los manuales de etiqueta levantan un muro entre los arrebatos corporales ejercidos por uno y otro sexo: mientras a pocos desconcierta que un hombre expectore a mitad de un sarao o en una cita de negocios, las miradas de desaprobación recaen sobre la damisela que no corra a esconderse detrás de una mata e incurra en la vileza de sonarse la nariz en público para expulsar los demonios que trepan por la garganta durante un resfriado.
Pero eso está cambiando y si ahora los hombres acostumbran depilarse con electrolisis torso y piernas así como dormir con el rostro disecado en cristales de zábila, es justo que las damas participen de ciertas competencias hasta hoy reservadas al género masculino. Ya se han logrado grandes progresos en esta lenta pero firme revolución en el campo de la urbanidad y desde su extremo de la cama muchas esposas se toman la licencia de roncar escandalosamente, mientras cada día aumenta el número de mozas que descubren el privilegio de atenuar la sed pegándole el pico a la jarra de agua.
Tras disfrutar de una cena abundante, las más aguerridas ensayan al borde de la mesa el satisfactorio gesto de llevarse la mano a la altura del estómago para friccionárselo mediante movimientos circulares como muestra de llenura, o dan ese notable salto en la democratización del protocolo que es entregarse al placer de hurgarse la dentadura con un palillo mientras esperan a que el mesero del restaurante traiga la cuenta. Y ni hablar en la intimidad del hogar, allí donde las heroínas de la igualdad entre los sexos libran batallas cruciales:
- ¡Mijo!, ¿qué tanto te arreglas? Apúrate, que no me gusta llegar con la película empezada -apura ella, con una lata de cerveza en una mano y el control remoto de la tele en la otra, mientras atiende el inning decisivo de un encuentro Caracas-Magallanes.
- Ya va, chica, que aún no me decido entre las tres mismas chivas de siempre -responde el indeciso.
Si por siglos los hombres no tuvimos reparos en sentir orgullo por la vivacidad de nuestros eructos y hoy apenas es cuando empezamos a apropiamos del liberador derecho a llorar en público, es de esperar que ellas remonten (¿con las piernas peludas?) los peldaños de la simetría definitiva entre ambos géneros y renuncien a salir de la alcoba cuando Madre Naturaleza las apremie a echarse un peíto, se acomoden la cremallera del pantalón ante la vista de los otros pasajeros del Metro y -ya en la sala sanitaria- olviden subir la tapa de la poceta.


Fallar la puntería será el último dominio a conquistar.



Ilustración: Ivonné Gargano

jueves, marzo 15

Sin placeres culposos

Me hormiguea el tímpano cada vez que escucho a alguien confesar su placer culposo. Con el placer no hay problema, lo que me desconcierta es el reconcomio cuando se “sucumbe” a una serie de tv, una película, un cantante o a una comida de dudosa reputación que ese alguien disfruta infinitamente pero con las mejillas abrasadas por el bochorno.
Como el policía que interpreta Tom Cruise en Minority Report, la culpa es una efectivísima herramienta de control social que evita crímenes antes de que ocurran, cosa que hasta buena es; pero siempre que la consumación del gozo no dañe a uno mismo o a otra persona, no veo razón para dejar ese asunto tan íntimo que es el ejercicio del placer en manos de los legisladores del gusto y sus pautas sobre qué cuestiones son dignas o indignas de proveer satisfacción.
Desobedecer ese buen gusto oficial lleva a que muchos sientan haber mordido la manzana prohibida, a considerarse unos traidores en medio de la ejecución de un acto impuro; aunque sospecho también que andar por ahí confesando sentir culpa por el cumplimiento de tal o cual deleite desprende un tufillo a echonería: cuando una persona dice que la acosa la vergüenza por no pelarse ni un episodio de Jersey Shore -por citar un ejemplo extremo-, está expresando sigilosamente que dicha abominación es solo un paréntesis, la excepción, apenas una grieta en la cumbre de su espíritu; que, bueno, sí, chico, ando pendiente de las borracheras de Snooki pero con penita pues yo no soy así, mis aficiones son por lo general sublimes mas así será de espontánea mi naturaleza que a veces me permito bajar de las alturas y hundir la punta del zapato en el barro de la insensatez.
- ¡Las empanadas de dominó son mi placer culposo! -dice el comensal y a partir de ese testimonio quien le oye completa la línea de pensamiento: “…¡ah!, eso es porque lo suyo son los platillos gourmet y demás sofisticada gastronomía”. Y es que desmarcarse del populacho está entre las ventajas que ofrece la culpa. Por el mundo andan los hijos de vecina comprando los discos del grupo Aventura o encantados con Súper Sábado Sensacional sin que el remordimiento los abata; pero que a mí me atribule repetir una y otra vez en el equipo de sonido del carro “Mi casa huele a ti” de Tito El Bambino, es un jirón de rectitud que indica que mi sensibilidad aún tiene remedio. Se me perdona incurrir en ciertas alegrías, siempre y cuando guarde la elegancia de sonrojarme por ello.
En fin, no vale la pena permitir que la culpa y el placer anden juntos en una misma frase y si te convence la música de Justin Bieber, llévala sin angustia en el iPod, tararea en el ascensor las canciones de Gilberto Santa Rosa, con un bol repleto de cotufas apoltrónate a disfrutar de la última entrega de Crepúsculo, empáchate de chocolate y luego dale varias vueltas a la manzana, ve qué hay de nuevo en los sex shops, no pidas perdón por entregarte al perreo y, si ese es tu capricho, mira telenovelas mexicanas sin que la sombra del bochorno ensucie tu deseo.

Ilustración: Ivonne Gargano