sábado, abril 7

Video Beam

Atrás quedó la prehistoria del pizarrón y la tiza cuyos residuos llevaron a la tumba a muchas maestras asmáticas, las fichas traspapeladas en medio del discurso, o el bombillito del retroproyector que hacía sudar a mares al conferencista, y gracias al Video Beam educarse es hoy toda una experiencia cinematográfica. El destello de la primera lámina impone una sensación tan parecida a estar en el cine, que provoca abastecerse de cotufas y deslizar el brazo sobre el hombro de la moza más cercana para disfrutar como es debido de la función; el integrante más gentil de entre la audiencia se ofrece a apagar las luces e -imbuidos en la penumbra- sobreviene un espectáculo rico en dibujos tridimensionales, párrafos que saltan y dan vueltas como un tifón antes de dejarse leer, videos, audios y demás fuegos artificiales que poco importa si el orador domina o no la materia cuando semejante despliegue audiovisual merece el Oscar tanto o más que Martin Scorsese por “Hugo”.
Aunque dicho dispositivo no hubiese alcanzado tal grado de dramatismo sin la compañía del programa protagónico en todo comité entre ejecutivos o exposición académica: el Power Point. Algunos programas recientes, como es el caso de Prezi, han intentado arrebatarle su estrellato, pero el PowerPoint mantiene su supremacía entre los menos experimentados en asuntos tecnológicos y si algo amerita decirse, debe ponerse en láminas, decirse con PowerPoint. Traducido al español significa algo así como “punto energético”, pero… ¿qué energiza? ¡Pues nada menos que los genes de la memoria y la elocuencia! Y es que si al momento de la charla no abre el archivo de PowerPoint, el erudito caerá de bruces al foso de la amnesia y el tartamudeo. Sé de profesores que suspenden su disertación porque se averió el Video Beam, mientras que los gerentes desprovistos de este aparato son una especie desnuda, peor a que si les arrancaran de entre los dedos los palitos de comer sushi.
Quien exponga un tema a muela limpia corre el riesgo de ser confundido con un charlatán. Con el Video Beam ¡ni de vaina!, con el Video Beam se es un orador literalmente iluminado y que reacciona con fastidio ante las interrupciones tempranas del público -“espere, que ese punto lo aclaro dos láminas más adelante”-. Los espectadores pasamos a ser críticos de las bellas artes, concentrados en la reflexión “debió ponerle menos letras y más dibujitos” mientras se mira fijamente la pantalla no vaya a ser que el conferencista nos lance una pregunta por andarlo viendo a los ojos.
Si ahora los dirigentes exponen sus delirios en primorosas láminas (el papel aguanta todo, pero el Video Beam ¡lo anima!), y el presidente de la junta de condominio apela a imágenes prediseñadas para orientar a los miembros de la comunidad en cómo arrojar la basura por el bajante, poco falta para el día en que su uso irrumpa en los espacios íntimos y uno llegue tarde a casa y encuentre a su mujer armada con una laptop, presta a proyectar ciertas laminitas. Tras un efecto de barrido horizontal, aparece el icono de una tijera desbaratando corbatas y pantalones, seguido de un archivo Quick Time donde los hijos dicen adiós en medio de un mar de lágrimas, para de inmediato la expositora desplazar el haz del apuntador láser sobre las imágenes de la casa y el carro difuminándose inexorablemente.
Y de ahí a la frase con que toda presentación con Video Beam que se respete, cierra su rito: “Muchas Gracias”.

Ilustración: Irene Pizzolante

Converse

Soy muy rebelde como para pasar todo el día con mocasines ejecutivos pero no lo suficientemente hippie como para usar sandalias étnicas, lo que me deja un único atajo si es mi deseo proyectar un aire espontáneo y ciertamente cool: comprarme unas Converse (¡ah!, porque con las Crocs parece que uno acabara de salir del baño y anda en pijamas por la calle). Apenas me introduzco en el nuevo calzado y me anudo las trenzas, la mutación surte efecto.
Un zapato o un reloj son más que un zapato o un reloj, son un asomo a la vida que se desea vivir y ya dentro de las Converse es como si pisara el mundo por primera vez, sin proponérmelo empiezo a silbar un tema de Gorillaz y miro a través de los ojos de James Dean pues es sabido que estas zapatillas son la motocicleta de muchos hombres y la inyección de silicona de las mujeres a las que no les gustan las inyecciones de silicona.
Claro, pronto descubro que para que las Converse cumplan cabalmente con su propósito no basta con oír la música de Avril Lavigne y ver películas de Tarantino, sino que ha de ejecutarse ese elástico y casi mítico movimiento de piernas que consiste, al momento de permanecer sentado, en doblar los pies hacia su eje interior de manera que los dedos gordos casi se enfrenten a una distancia aproximada de quince centímetros, como si se tratase de una deformidad de las extremidades inferiores; pero no es eso sino la postura anatómica que define a los consagrados.
No se trata de una impresión individual y los 750 millones de usuarios profesamos un lema tan íntimo como intransferible, “Tengo derecho a ser original”, y al cruzarnos en la acera nos identificamos unos a otros sin necesidad de vernos a la cara, al ras del piso gran parte de la conversación ya está dicha pues como corresponde a todo artículo de uso personal, el calzado cumple una función mediadora de las naturalezas afines (en algunas culturas, zapato significa “acuerdo recíproco”) e impulsa un salto hacia adelante en la agotadora tarea de conocerse y congeniar.
Por supuesto, debido a la suela delgada es casi como si andase descalzo -se sienten hasta las piedritas del camino- mientras que la transpiración alborotada por el material de lona demanda generosas dosis de talco medicado, inconveniente menores ante el porte entre bohemio y retro que no ofrecen otras botas deportivas, como las ñoñas Nike, por citar un caso, y aunque ambas firmas pertenezcan a los mismos propietarios señalados por poner a trabajar durante 16 horas a tripones tailandeses, no hay como las Converse para nadar a contracorriente de los estereotipos.
No todas las opiniones son favorables y al verme llegar a la oficina el jefe les lanza una mirada de recelo, quizá tema que sufra problemas de adaptación o que utilice las resmas de la fotocopiadora para confeccionar avioncitos de papel; pero yo tranquilo: hasta el día de mi jubilación cumpliré horario de 8 a 5 más horas extra, pero con los pies vestidos de Converse debajo del escritorio (los dedos gordos enfrentándose a una distancia aproximada de 15 centímetros, recuerden) le descargo una patadita de insubordinación a esta sociedad tan normalota como abusiva.

Ilustración: Ivonné Gargano

Manifiesto de los huecos

Que si “un hueco de la calle me echó a perder los tripoides” o “no te pellizques las espinillas porque te sale un hueco en la cara”, son calumnias que han puesto nuestra reputación por el piso y motivos por los que fui designado para dar a conocer a la opinión pública el Manifiesto de los Huecos, redactado durante una asamblea general que contó con una nutrida asistencia de nuestra pisoteada especie, y donde se determinó que sin nuestra presencia en el planeta la vida no sería la misma. Es más, sin huecos no habría vida en el planeta.
Sin la ayuda de este servidor en la base de determinados recipientes, se complicaría enormemente la tarea de escurrir el agua de los espaguetis, y dígame usted dónde empotrar el clavo de donde pende la sonrisa de la Mona Lisa. Muchos sienten que han llegado a casa solo luego de echarse encima los agujeros del viejo blusón de sobremanera indiferente al qué dirán (y si -como suele afirmarse- la cosa está así de mala, sería un gesto liberador salir a la calle prescindiendo del hilo y la aguja, maléficos instrumentos cuyo manejo sobre manteles, suéteres y cortinas ha acabado con poblaciones enteras de nuestra civilización).
Entendemos que nuestras apariciones sobre el asfalto animan el desprestigio del que somos objeto, pero en honor a la justicia que también sea reconocida nuestra actividad orientadora de direcciones intrincadas –“al llegar al hueco de la esquina, cruzas a la izquierda”-, así como que sin nosotros muchos periodistas carecerían de tema y los transeúntes de motivos para emprender animadas conversaciones en torno a la impericia de las autoridades. Pero nada, ni siquiera una cartica de agradecimiento de parte de las fuerzas opositoras que, sin hueco fiscal, agotarían prontamente el discurso de la proliferación de basura.
Y ni hablar de nuestro infinito servicio como metáfora. De un hueco han salido muchos de los mejores versos y la poesía no sería la misma con la Luna desprovista de cráteres más un mundo sin los abismos donde reposan las aguas. Se habla del pozo de los vicios, la soledad y la tristeza también son huecos y sólo después de haber caído dentro de uno de ellos se aprecia en su exacta dimensión el regocijo del ascenso.
La existencia comienza y termina en un hueco, de donde se asoma la permanencia de las especies, la vida. Los caballeros derrochan grandes fortunas en flores e invitaciones a cenar o desatan guerras donde ponen en riesgo sus vidas, sólo por frecuentar el delirio de nuestro oscuro reino, entre tanto las damas encuentran en los roces de la incursión su mayor fuente de regocijo. Así que ante la serie de razones expuestas, solicitamos, no, ¡exigimos! que sean respetados nuestros derechos para lograr vivir en amistad humanos y huecos, ajenos como somos a los prejuicios del rencor. Recuerda que cuando todo acabe y terminen de caer las lágrimas de los deudos, un delegado de nuestra especie te tomará para abrazarte hasta el fin de los días.

Ilustración: Ivonné Gargano