miércoles, abril 24

99 favores no bastan



- Pana… ¿me prestas el carro este fin de semana que el mío está en el taller?
- Por supuesto.
- Y, si no es mucha molestia, unos realitos para la gasolina que ando en el ladre.
- Cuenta con eso.
- Además, y perdona el abuso, me dejas el iPod porque ya sabes lo estresante que es conducir sin buena música.
- El iPod no sé dónde lo puse, así que me disculpas esa.
- ¿Cómo? ¿No sabes dónde lo pusiste… o me lo estás negando? Realmente, chico, ¡qué miserable eres! Uno nunca puede contar contigo cuando se te necesita, ¡ah!
Por supuesto que la última línea del anterior diálogo casi nunca ocurre, esas palabras de decepción se dibujan en el gesto de repudio, en la mirada con la que el amigo desencantado te mira de refilón, de arriba abajo, al tanto que exhala un descorazonado suspiro porque no le cediste -pese al carro y los reales- al perro y a la mujer. Es una variante del silencio acusador y la súbita actitud de cachorro abandonado bajo la lluvia con que actúa la culpa para hacerte arder en las llamas de ese sueño inalcanzable que es ganarse la satisfacción del amigo, además de pedigüeño, malagradecido.
Lo de amigo es un decir pues la historia se reproduce en cualquier otra esfera de la cotidianidad y allá rodó tu reputación si, tras dejarle medio sueldo al familiar necesitado, no le cedes también parte del bono de alimentación más un sencillo para el transporte; o del compañero de trabajo a quien complaces cambiándole la guardia del día feriado o brindándole los apuntes de un informe pero si un día no accedes a una cuenta más de su rosario de solicitudes, te tratará -generalmente a tus espaldas- de desalmado y egoísta.
Es lo que llamo el imposible número de los 100 favores (por poner una cifra, que pueden ser 5, 100 ó 1.000) necesarios para ganar la esquiva gratitud de ciertas personas. Pero dicha meta nunca se logra pues el cálculo tiende a detenerse en el número previo a la ocurrencia del milagro: por mucho que te esfuerces, el contador nunca alcanza la cifra dorada, jamás consigue sellar la consagración definitiva de una bondad que algunos prójimos mantienen permanentemente a prueba. Si te pelas en el ofrecimiento de un auxilio, la cuenta regresa inexorablemente a cero, como si nunca hubieras movido ni un dedo.
¿Participaste en la compra de los jugueticos para los ahijados pero te faltó para el papel de envolver? ¡Miserable! ¿Ayudaste a un amigo a que llenara la nevera pero omitiste para los refrescos? ¡Avariento! Si en el transcurso de la cena ese tipo se asfixia, será tu entera responsabilidad ¿Socorriste a un prójimo para el cambio de aceite del vehículo pero no para renovar los cauchos? ¡Mezquino! Ya verás que si rueda por un desfiladero, la culpa quedará grabada en tu negra conciencia. Y es que el ingrato es ajeno a la satisfacción, y a la menor pifia no dudará en señalarte -en el más descarnado lenguaje castizo- de mierda.
Eso sí: ni se te ocurra cometer la insensatez de recordarle el inventario de los 99 favores concedidos pues como un rayo lo sobrecogerá el horror de la ofensa, ese gesto de mártir apesadumbrado porque -pese a acercarle el plato de comida- no le suministraste el fondillo para ir al baño.

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