domingo, mayo 12

Así enfrenté al ‘Peluche’



En mi caso era el ‘Peluche’, así llamado porque, en cuarto o quinto grado de primaria, no recuerdo bien, ya exhibía un destello de barba que contrastaba con el fino semblante del resto de los condiscípulos.
Pues sí: el ‘Peluche’ me pegaba a la hora de entrada y salida de clases. Y durante el recreo. No me hubiese sorprendido que a mitad de las vacaciones se presentara en casa con el exclusivo propósito de pegarme, pero no todo era tan malo y había días en que me pegaba menos. Acechaba desde el rincón menos concurrido para dominar por el pelo o la guayabera (sí, en ese entonces se estilaba guayabera blanca como prenda del uniforme escolar) a las víctimas y plasmar sus desalmadas intenciones, a saber: a) expropiar la arepa de la lonchera, b) expropiar el juguito de la lonchera, c) obligar a hacerle los deberes escolares, y d) todas las anteriores.
Si una virtud había que reconocerle al ‘Peluche’ era la versatilidad y en un momento sacudía sobre las espaldas de los educandos el borrador empanizado con polvo de tiza, para a la hora siguiente hacer rodar por las escaleras unos pesadísimos materos. En más de una ocasión fui arrollado por aquellas bolas de concreto, flora y arena, sin chance alguno de delatar al atacante. Las consecuencias serían peores.
Pese al reciente auge del término bullying para referirse a la intimidación ejercida por los acosadores escolares, en los tiempos del ‘Peluche’ a esa tiranía perpetrada entre Pega Elefante y lápices Mongol se le llamaba “aperrear” (nada que ver con el contemporáneo sandungueo). El terror empezaba apenas se ponía el primer pie sobre la escalerilla del autobús amarillo, y aunque hoy la pedagogía aconseje denunciar ante padres, representantes y maestros la situación de acoso, antes uno debía arreglárselas por sus propios medios. Así enfrenté al ‘Peluche’.
Una mañana lo vi acercarse. Venía frotándose las manos para, no había duda, zarandearme hasta que le entregara la arepa y el juguito del desayuno. Pero el ‘Peluche’ ignoraba que ya yo había tomado medidas para librarme de la sumisión (niñitos y niñitas, no lean lo siguiente, eso no se hace…). El ‘Peluche’ ya estaba firme frente a mí y extendía su brazo como en cámara lenta. Apreté los dientes. Cerré los ojos. Me alcé sobre mí mismo como un inesperado gladiador y ¡zúas! le deposité en pleno hueso etmoides la lonchera de Scooby Doo rebosada minutos antes con piedras del género granzón. El guamazo fue drástico, liberador, lo que se dice “ni más”.
Desde entonces, lo veía tangencialmente por los pasillos, evadiéndome, alerta ante un súbito loncherazo. Al término de ese periodo escolar no supe más del ‘Peluche’, presumo que hoy es un pran, pero eventualmente lo reconozco en las muchas variantes de bullying con que los adultos maltratadores intentan aperrear a sus prójimos en las asambleas de condominio, los hogares y las oficinas.
Y sujeto fuerte mi maletín, lamentando no haberle fijado en una de sus caras, como siempre he querido, una calcomanía de Scooby Doo.

No hay comentarios.: