miércoles, mayo 15

Siesta



Leo con preocupación que la empresa neoyorquina MetroNaps establece alianzas para institucionalizar la siesta entre los empleados de algunas compañías. La idea consiste en el alquiler de Enegy Pods -o “vainas energéticas”-, butacas parecidas al sillón de un dentista pero techadas y en cuyo interior los trabajadores pueden tenderse para, una vez transcurrido el límite de los 20 minutos, ser arrancados del sueño mediante unos temblores de la cápsula que no son más que la versión tecnológica de una mano que sacude las cabuyeras de un chinchorro. Huelga decir que esta novedad desafía la naturaleza espontánea y hasta subversiva de echarse un camarón en horas de la tarde.
“Siesta” proviene de la expresión latina hora sexta, referida al lapso comprendido entre las 12 y las 15 horas, cuando el organismo se hunde en un letargo debido a que el almuerzo espesó el flujo sanguíneo y gran parte de éste pasa a las funciones digestivas. Ceder al sueño solar siempre fue relacionado con la zanganería y hasta es motivo de despido, pero ahora la ciencia viene a descubrir sus virtudes y anuncia que la siesta reduce el estrés, favorece la memoria, disminuye la presión arterial y -como bien lo publicita la gente de MetroNaps- “mejora la predisposición al trabajo”.
Pero el uso de esas “vainas energéticas” contradice los principios de la siesta y la dulzura de esperar a que el jefe cabecee en su oficina (con la puerta estratégicamente trancada a esa hora), para abandonarse al sopor ya sea sobre el escritorio o a buen resguardo detrás de la fotocopiadora. Cada quien echa mano de los recursos disponibles, que si la mullida sombra de un árbol en el caso de los obreros, debajo del mostrador y hasta con la tapa del inodoro como almohada, siendo la versión más apetecida la de inventar un pretexto para escabullirse hacia la propia cama; sabiendo que en ese preciso instante el mundo allá afuera pulsa un teclado o bate un saco de cemento, el “siestero” se desliza por una blanda pendiente que lo regresa a esas tardes de la infancia cuando nuestras madres corrían las cortinas para instalar una acogedora penumbra a plena luz del día.
Entre los cultores de la siesta sobresalieron sujetos de la talla de Albert Einstein y Winston Churchill, y dormir mientras “el sol unta con fósforo el frente de las casas”, como apuntara el poeta Oliverio Girondo, en ese “sopor azul e hirviente de la siesta/el jardín arde al sol”, según el bardo Juan Ramón Jiménez, inspiró versos sublimes. Ahora y en aras de la productividad, las empresas insisten en manipular el metabolismo de la nómina usurpando uno de los últimos bastiones de la echadera de carro; tras repartir termos de café para mantener alerta al personal y sintonizar música ambiente con el fin de que la faena transcurra en una especie de trance hipnótico, ahora la gerencia tiende sábanas a la hora del burro para que el burro recupere su vigor y que los bostezos no interrumpan luego la jornada.
¿Qué vendrá después? ¿Institucionalizar bimestralmente la presentación de un falso reposo médico? ¿Sustituir cada viernes el agua del botellón por Cuba Libre para que los empleados, entre copa y copa, adelanten informes hasta bien entrado el fin de semana?
Oficializada la siesta en el trabajo, la legaña pasará a ser un trámite y ya no un suvenir traído de nuestra visita vespertina a la felicidad.

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