Repartir volantes es uno
de los pocos temas de los que puedo hablar con propiedad: una tajada
significativa de mi patrimonio durante mi época de bachillerato provenía de
esta ocupación marcada por la indiferencia y el sol. Los atributos del oficio
no han variado desde entonces y ante la proximidad del volantero, la mayoría de
los transeúntes aceleran el paso sin ofrecer siquiera la delicadeza de un “no,
gracias” o dan un brusco rodeo y hasta cambian de acera como si aquel trozo de
papel estuviese impregnado de las bacterias del ántrax.
Hasta el hampa mira con
desidia a los volanteros porque… ¿qué les van a arrebatar? ¿Los volantes?
No obstante, ni la televisión
ni las vallas y menos la publicidad en línea han aniquilado a este ancestral peón
del mercadeo apostado en los puntos más transitados de la ciudad; su perfil fluctúa
desde el propietario del humilde establecimiento donde recargan cartuchos de tinta,
hasta los repartidores de propaganda electoral alojados al pie de los semáforos
para recibir -según sea la tendencia política del conductor- un cornetazo amigable
o una embestida con el parachoques del carro.
Hay modalidades para cada
uno de los sentidos. Esos aperitivos brindados por las empleadas en las ferias
de comida no son más que volantes comestibles. Las dependientas de las
perfumerías salen del local para invitarnos a tomar papelitos que emanan vapores
magníficos. Son volanteras de naturaleza fragante. ¡Los hay hasta mesiánicos! y
los folletos religiosos que entregan de puerta en puerta forman parte del volanteo
divino.
Pero se equivoca quien supone
que esta labor requiere apenas extender el brazo mecánica y repetidamente para distribuir
cuanto antes la resma de octavillas asignada, nada de eso. Abundan los ineptos
y los negligentes, pero un volantero comprometido, es decir, un verdadero profesional
del volante, maneja y aplica nociones de psicoanálisis, fashionismo y hasta de fisiognomía
o estudio del rostro.
Su primera destreza es la
capacidad de observación. Como el Terminator cuya mirada arroja porcentajes y
algoritmos que definen el perfil del sujeto observado, el volantero
comprometido escanea de los pies a la cabeza al potencial destinatario del impreso
para decidir si corresponde al target de la ganga. Tras el vistazo infrarrojo, emprende
un implacable proceso de selección y apartamiento del grano fértil de la simiente
inútil.
Si andas mamarracho,
tendrás que insistirle al volantero para que te haga entrega del catálogo promocional
del lujoso resort; o preocúpate si te porfía y hasta te sigue hasta tu casa para
que tomes el tríptico del centro de medicina estética y adelgazamiento.
El volantero
comprometido también derrocha compasión y si su tarea es distribuir los volantes
de una juguetería, le interrumpirá el paso al transeúnte visiblemente abatido o
estresado, no desistirá hasta depositar entre sus manos la liquidación por
inventario de peluches y legos. Sé amable, finge echarle un vistazo a la oferta
y no la arrojes al bote de basura hasta que el volantero se haya perdido de
vista o alguien más le esté sacando el cuerpo.
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