domingo, junio 2

Los expedientes secretos XXX



La juventud de ahora no tiene la menor idea del trabajo que se pasaba hace unos años para disfrutar de las mieles de la pornografía. Eso sí era un proceso. Cuando los muchachones de la era del VHS y de las revistas envueltas en celofán procuraban “material para adultos”, debían recurrir a todo su ingenio para resolver tres preguntas medulares: ¿dónde encontrarlo?, ¿dónde verlo? y ¿dónde esconderlo?

¿Dónde encontrarlo? 
¡Bienaventurados quienes tuvieran un hermano mayor en cuyas cajas de zapatos habitaba un harén de ninfas suecas! En aquel entonces no existían los canales bribonzuelos de la televisión por cable, mientras a las pocas salas de cine consagradas a este género las cubría un manto de historias espeluznantes. Superado el miedo a que una tía anduviera en la videotienda alquilando “Memorias de África”, sobre el último estante, tras pasar de largo a Diane Keaton y a Marlee Matlin, esperaba Ginger Lynn o una apolillada copia de los retozos de Linda Lovelace. Fuimos pioneros del peer-to-peer y con los amigos de la logia intercambiábamos aquellas cintas de parlamentos que iban al grano -“Yeah! Oh, yeah!”- y, felizmente, desprovistas de moraleja.

¿Dónde verlo? 
El tiempo no ha derrocado a la sala sanitaria como centro de consulta hemerográfica; el uso del VHS ofrecía mayor dificultad por encontrarse el aparato en la sala. Como un maleante que acecha en su propia casa, esperábamos a que los parientes anunciaran que se iban de paseo para esgrimir la excusa del dolor de estómago y quedarnos a solas; una banda sonora a punta de sintetizador convertía entonces aquel santo hogar en un burdel frecuentado por misericordiosas mucamas, niñeras/contorsionistas y demás Rapunzeles púbicas (se podría jurar que para la época tampoco se había inventado la rasuradora).

¿Dónde esconderlo? 
El mayor problema de la pornografía ha sido siempre dónde ocultarla. Pocos eran los afortunados que contaban con una platabanda de anime en el techo de su habitación; y era un mito que aún perdura que debajo del colchón -primer sitio olfateado por las madres sabuesos- fuese un buen escondite. Como recuerda el pana Juan Gato, quedaba versionar el mecanismo de las muñecas rusas y meter la Playboy en un libro a guardar dentro de una carpeta archivada en el interior del bolso introducido en la última caja de la repisa más alta del armario.
Tales preguntas siguen vigentes aunque son otras las respuestas y ahora hasta sin querer queriendo, apenas se teclea en Google cualquier palabra versátil, la pantalla del computador sirve un festín de carne con papa. Ni en los sueños más delirantes sospechamos que la cinematografía de piel podría verse algún día ¡en el teléfono!, con el que hoy, si el usuario ha protegido el cristal de su smartphone con una lámina antiespía, es posible disfrutar de un fogoso espectáculo durante las horas de mayor tráfico o el viaje en camionetica ¿Dónde ocultar la evidencia? Bien distraído quien olvide borrar el historial de las delicias visitadas.
La toallita de mano, eso sí, es un recurso imperecedero.

sábado, junio 1

El volantero comprometido



Repartir volantes es uno de los pocos temas de los que puedo hablar con propiedad: una tajada significativa de mi patrimonio durante mi época de bachillerato provenía de esta ocupación marcada por la indiferencia y el sol. Los atributos del oficio no han variado desde entonces y ante la proximidad del volantero, la mayoría de los transeúntes aceleran el paso sin ofrecer siquiera la delicadeza de un “no, gracias” o dan un brusco rodeo y hasta cambian de acera como si aquel trozo de papel estuviese impregnado de las bacterias del ántrax.
Hasta el hampa mira con desidia a los volanteros porque… ¿qué les van a arrebatar? ¿Los volantes?
No obstante, ni la televisión ni las vallas y menos la publicidad en línea han aniquilado a este ancestral peón del mercadeo apostado en los puntos más transitados de la ciudad; su perfil fluctúa desde el propietario del humilde establecimiento donde recargan cartuchos de tinta, hasta los repartidores de propaganda electoral alojados al pie de los semáforos para recibir -según sea la tendencia política del conductor- un cornetazo amigable o una embestida con el parachoques del carro.
Hay modalidades para cada uno de los sentidos. Esos aperitivos brindados por las empleadas en las ferias de comida no son más que volantes comestibles. Las dependientas de las perfumerías salen del local para invitarnos a tomar papelitos que emanan vapores magníficos. Son volanteras de naturaleza fragante. ¡Los hay hasta mesiánicos! y los folletos religiosos que entregan de puerta en puerta forman parte del volanteo divino.
Pero se equivoca quien supone que esta labor requiere apenas extender el brazo mecánica y repetidamente para distribuir cuanto antes la resma de octavillas asignada, nada de eso. Abundan los ineptos y los negligentes, pero un volantero comprometido, es decir, un verdadero profesional del volante, maneja y aplica nociones de psicoanálisis, fashionismo y hasta de fisiognomía o estudio del rostro.
Su primera destreza es la capacidad de observación. Como el Terminator cuya mirada arroja porcentajes y algoritmos que definen el perfil del sujeto observado, el volantero comprometido escanea de los pies a la cabeza al potencial destinatario del impreso para decidir si corresponde al target de la ganga. Tras el vistazo infrarrojo, emprende un implacable proceso de selección y apartamiento del grano fértil de la simiente inútil.
Si andas mamarracho, tendrás que insistirle al volantero para que te haga entrega del catálogo promocional del lujoso resort; o preocúpate si te porfía y hasta te sigue hasta tu casa para que tomes el tríptico del centro de medicina estética y adelgazamiento.
El volantero comprometido también derrocha compasión y si su tarea es distribuir los volantes de una juguetería, le interrumpirá el paso al transeúnte visiblemente abatido o estresado, no desistirá hasta depositar entre sus manos la liquidación por inventario de peluches y legos. Sé amable, finge echarle un vistazo a la oferta y no la arrojes al bote de basura hasta que el volantero se haya perdido de vista o alguien más le esté sacando el cuerpo.