sábado, enero 14

La guerra del reposero

Para enero ya medio mundo ha trazado su declaración de propósitos para año nuevo, que si ponerse a dieta, dejar el cigarro, ahorrar, conseguir un mejor trabajo y demás tentativas que a las pocas semanas dejan en la boca de los inconstantes el sabor de la frustración. Por eso, para este año mi lista de prioridades comprende un único propósito: no tener propósitos, no hacer absolutamente nada, abandonarme en los mullidos brazos de la flojera y el achinchorramiento, anhelo que me esforzaré en cumplir cabalmente así familiares y amigos pretendan hacerme renunciar a tan meritoria aspiración.
Si a ver vamos, no hacer nada es un propósito dificilísimo. Internet, por ejemplo, sobresale como siniestro enemigo de la zanganería. Si uno no tiene trabajo, no falta el entrometido que aconseje montar desde casa nuestro propio e-bussines; o, luego de llamar a la oficina diciendo que gracias a un ataque de hipo no vamos a entregar ese día un informe, de inmediato el jefe exhortará: “pero mándame la cosa por mail”, inhabilitados de irnos luego a la playa pues a alguna secretaria alarmada por la noticia podría ocurrírsele contactarnos vía Messenger y hasta pedir que encendamos la camarita. Realmente bochornoso.
Algunos afirman irresponsablemente que la inactividad protege del estrés, ese mal moderno al que le son achacados casi todas las dolencias, desde los padecimientos cardiovasculares hasta la inflamación de los juanetes; pero los incursos en la haraganería y el aplazamiento hemos sufrido en carne propia la tensión generada por el riesgo de que el supervisor se asome por el quicio de la puerta y nos descubra echando un camarón debajo del escritorio. Y si de males se trata, sé de mártires que en medio de un complejo partido de Solitario o Buscaminas celebrado desde la PC de su oficina, han sufrido un infarto definitivo.
En casa tampoco hay escapatoria. El que las mujeres hayan alcanzado cruciales cotas en el mercado laboral (logro estupendo, sin duda, que alguien tiene que mantener la casa), entraña como efecto nocivo el que ahora los hombres sean invitados a colaborar en las tareas hogareñas, reemplazando de las manos del rey de la casa el control remoto de la televisión, por un coleto o una olla. El reposo del guerrero ha cedido su espacio a la guerra por reposar.
Como si esto fuera poco, hoy la abundante literatura sobre cómo aprovechar el tiempo fijando prioridades y demás cinismos, arruina la oportunidad de ver, con las huellas de la almohada intactas sobre el rostro, cómo marchan las hormigas por el filo de la ventana y, tras ella, al resto del mundo en igual ocurrencia; o despertarnos muy tarde un lunes para clavar la atención en el techo del cuarto, el mejor de los cielos a la hora del burro. Pero no desistamos en desistir que aún queda mucho por aprender de los sabios maestros del bostezo y la evasiva, lumbreras que en las oficinas públicas o en el cubículo de al lado ensayan las últimas novedades en el difícil arte del reposo. Y así pretendan chantajearnos con bonos y amonestaciones laborales, ¡no habrá aviso de cobro alguno que nos haga renunciar a nuestro propósito de año nuevo!

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