jueves, julio 31

Síntomas de que eres adicto a Facebook

- Cuando conoces a alguien en una fiesta o a un nuevo compañero de trabajo, le preguntas al momento de estrecharle la mano: “¿Me aceptas como tu amigo?”.
- Ya sabes qué animal representas, quién eres en los sueños, y con cuál héroe o princesa de Disney te identificas.
- Te mandaste a hacer una rinoplastia y a inyectarte botox con el propósito de renovar la foto del perfil.
- Ya escribes de un tirón, sin siquiera mirar el teclado, la frase: “¡Años sin saber de ti!.. ¿Qué es de tu vida?”
- Has planeado lanzarte en parapente o comer iguana con el único fin de contarlo a tus panas on line.
- Te quedas dormido acariciando el siguiente pensamiento: “Me faltan dos para completar para el san”.
- Has revuelto el closet en busca de las fotos de tu bautizo o primera comunión para escanearlas.
- Sientes una profunda envidia porque alguna de tus amistades de bachillerato “anda” con gente famosa; o, en caso contrario, la compadeces porque no llega a la docena de amigos (“pobrecito, está solo en esta vida”).
- Has tenido que explicarle a tu pareja la procedencia de todas y cada una de esas caritas.
- Crees tener más vida social que Paris Hilton porque ahora todos los días te invitan a un evento, y estás al tanto de que la Pepa asistió al cumpleaños del Toto o que Nacho conoció a la Cuqui.
- Presumes que la gente se emocionará al enterarse de lo que haces en este momento, si estás durmiendo la siesta o en el trabajo.
- Incluiste el link en tu tarjeta de presentación.
- Pasas la noche en vela meditando las razones de por qué aquella persona con la que sólo conversaste durante cinco minutos hace quince años, se demora tanto en aceptar tu amistad.
- Aseguras que ahora sí estás conectado porque Eladio Lárez se encuentra entre tus “íntimos”.
- Te has incorporado a grupos de extraordinaria utilidad, tales como “Coleccionistas de Clips” o “Partidarios de Escarbarse la Nariz con el Dedo Meñique de la Mano Izquierda”.
- Te crees la persona más desprendida de este mundo porque envías diariamente un cargamento de flores, peluches y chucherías virtuales.
- No duermes tranquilo porque estás en un programa de protección de testigos y sospechas que la mafia ahora sí te encontrará y te matará, o que la CIA ya abrió un expediente con información detallada de tu vida personal.
- Te deprimes si pasa un día en que nadie te invite a nada.
- Comienzas a preocuparte porque se te están agotando los recuerdos en común.
- Estás convencidísimo/a de que una multitud vendrá a auxiliarte en caso de que se te pinche un caucho en la autopista, o necesites un préstamo para pagar el alquiler esta quincena.
- Comienzas a sospechar de tus contactos porque cada vez que anuncias que estás de viaje, cuando regresas a casa el hampa arrasó con todo.

lunes, julio 14

Por qué doblar la página de un libro

Usted dobla el borde de la página del libro que lee porque a) nunca encuentra ese escurridizo pedazo de cartón llamado marcapáginas que le regaló una librería pudiente o un amigo pichirre, o b) no tiene a mano una servilleta o un lápiz que le hagan el quite al marcapáginas. Ante la ausencia de tan útiles recursos, improvisa entonces un dobladillo en la esquina superior de la hoja como señalización que indique dónde reanudar la lectura la próxima vez.
Mucha gente critica este método recordatorio por considerarlo un irrespeto a tan sagrada institución del saber. Yo opino lo contrario: doblar la página de un libro es el más sincero homenaje que pueda recibir la persona que lo escribió. Y es que cuando un pasajero del metro llega a su destino y dobla la página del texto que venía leyendo durante el viaje, acuerda una cita mediante esta operación, está diciendo hasta pronto, suscribe un pacto con el que promete que luego de honrar los compromisos del día y regrese a casa en un vagón con dirección opuesta al que tomó en la mañana, volverá a esa página para restablecer el encuentro interrumpido horas antes. Feo sería no doblar nada y cerrar muy panchos el libro, que es como despedirse de aquellas líneas con un adiós.
Quizá pretenda seguir leyendo corrido, pero usted también dobla cierta página antes de pasar a las otras porque en ella particularmente echa chispas un pensamiento esclarecedor, sobresale de entre el conjunto el verso más excitante o, si se trata de un recetario, el platillo que le volvió agua la boca. De allí que el sueño de cualquier autor sería que muchas, mejor aún, todas las páginas de su novela o de su tesis o de su poemario las honre ese doblez que funciona como el dibujo de la equis en un mapa del tesoro.
Desconfío de los libros que llevan mucho tiempo en la repisa de una biblioteca luciendo todavía impecables, como si ningún ojo, ningún dedo mojado de saliva hubiese pasado por ellos. Cuando le pido a un amigo que me preste uno, busco la hoja doblada para saber cuál episodio fascinó a mi amigo o lo llevó a colocar el libro en la mesita de noche antes de irse a dormir, qué dice o calla de su dueño la página marcada. Es una lectura dentro de otra. También pasa que cuando devuelvo el ejemplar hecho un acordeón se me recrimina furiosamente con un “¿Y esto?”. Provoca responder: “Chico, agradece el favor: ahí te dejo iluminadas varias perlitas”.
Aunque casi siempre el gesto se da sin siquiera tener un libro entre las manos. De las muchísimas páginas que componen la biografía de nuestras vidas, pocas logran que los dedos de la memoria doblen la punta de una tarde terrible o magnífica para volver a ella el día menos pensado.

lunes, julio 7

Cuando quiero beber sí lloro

Mis amigos me sacan el cuerpo cuando salen a beber en cambote, mi señora me esconde las botellas de licor de la alacena, ya no me invitan a fiestas... Y no es que yo sea de los que con cuatro palos encima desguasan floreros contra las paredes, al contrario: la cautela de mis prójimos responde a que pertenezco a ese empalagoso género de bebedores asolados al tercer brindis por un sentimentalismo que ya quisiera Lupita Ferrer en su desempeño histriónico. Lo mío es la pea llorona.
El derrumbe de la compostura es gradual, tampoco es cuestión de soltar el moco al primer sorbo. Comienza con un simpático estado de franqueza (“Compadre, ¡usted es un hermano para mí!”), luego sigue la exploración en la agenda telefónica de los amores inquebrantables ("Te quedaste con la casa, el carro y los perros… pero no puedes negar que lo nuestro fue bonito"), hasta sobrevenir el apogeo de la pea donde todo conmueve. Si un tucusito pasa frente a la ventana, ocurre el llanto. Y si no pasa, también.
- ¿Por qué lloras?
- Es que Las Águilas del Zulia perdió el campeonato en 1997… ¡buaaaa! –berreé hace poco, al término de la celebración de una boda, apoyando los brazos contra un muro cual Quico cuando le pega Don Ramón. Y eso que a mí ni me gusta el béisbol.
La pea llorona es unisex. Sacude la sensibilidad de la feminista a ultranza, u oxida con cada trago ingerido la armadura emocional de los hombres sobrios. Este hábito demanda una fortuna en la reposición de lentes de contacto, gasto retribuido con creces en caso de alcanzarse el máximo logro que alienta a todo borracho sentimental: contagiarle el llanto a su público. El primer anillo compuesto por pareja, amigos y parientes es un blanco fácil; el desafío radica en los testarudos cuya constante exposición al sollozo ajeno les ha endurecido las glándulas lacrimales (entre mis victorias destaca haber convertido en unas magdalenas a un barman y a la señora de la limpieza que, a pocos pasos de la barra, coleteaba esa noche el local).
Eso sí, cuide que ningún otro nostálgico le tome la delantera y cuando desde el extremo opuesto del salón de fiestas alguien arroje un suspiro, tome medidas porque están a punto de robarle el show. Todo borracho afligido es un fastidio que eventualmente conmueve, pero nadie acerca un pañuelo a los segundones.
Como estímulos complementarios se sugiere entonces poner un disco de Air Supply o -cada quien es libre de invocar a sus mediadores- uno de Juanga, recordar el saldo de la quincena, abrazarse a una rocola hasta que la primera lágrima desate el tsunami de las emociones estancadas, incorporándolo a esta raza que se niega a sucumbir en los aeropuertos o en las funerarias y aguanta hasta la hora en que abra el bar.
Quizá mañana ni siquiera recuerde que lloró.