
Resulta muy meritorio el reciente interés por combatir la depresión que azota a muchas mujeres luego de parir, aunque en esta inquietud hay un gran olvidado: el padre y las muchas circunstancias que lo hunden también en el abismo emocional, como lo es, por ejemplo, el tamaño del piripicho del bebé varón recién nacido. Y es que lo primero que hacen las personas cuando ven a un bebé varón recién nacido es mirarle el piripicho. Lo segundo, hacerse los graciosos improvisando comparaciones que -en caso de que el querubín no haya salido muy bien dotado- el progenitor ha de sobrellevar con entereza, luciendo una risita conforme ya que ningún libro de adiestramiento o escuela para padres le enseña a salir airoso de aquel escarnio público.
Numerosas causas alimentan luego la depresión post parto masculina. La principal es, sin duda, llegar a casa y descubrir que la suegra ha tomado posesión del reino. No hay excusa para negarse a este allanamiento, pues el señor sería tomado como un cavernícola insensible si se le ocurre insinuar la contratación de una niñera o dejar al bebé en la sala de parto hasta que ande y coma por sí solo. Pero dicha invasión es multitudinaria. Y parcializada. Si la mujer trabaja, el flujo de visitantes compuesto por cuñadas, tías políticas y aspirantes a madrina, suele recomendarle guardar reposo y que pegue las vacaciones con el permiso post natal; mientras, el padre recién parido es blanco de palmaditas en la espalda acompañadas de exhortaciones del tipo “¡ahora sí tienes que echarle bolas, manganzón!”.
El padre recién parido pierde la autoridad sobre dos de sus más preciados territorios. En primer término, la nevera, cuyo espacio destinado a las cervezas cede ante el asalto de biberones, aros de dentición y suplementos vitamínicos; mientras el control de la tele le es arrebatado sin misericordia para, a cambio de la temporada de béisbol o de fútbol, sintonizar en Vale TV o Discovery Healt documentales sobre la pañalitis y la importancia de la lactancia materna. Durante este proceso los amigos emprenden una silenciosa retirada pues a la primera colocación estruendosa del doble seis, la suegra se asomará para advertir que jueguen dominó “pasito” porque de lo contrario van a despertar al crío. Y es que al padre recién parido no sólo se le exige tragar en solitario su abatimiento, sino armarse de comprensión para ayudar a la mujer a salir de la suya.
- Me siento fea -dice ella.
- Pero, mi amor, si estás más hermosa que nunca.
- ¡Mentiroso! Mírame, aumenté ocho kilos, tengo las caderas hinchadas y me salieron estrías.
- Ya regresarás a la normalidad.
- ¿Es que piensas que estoy como una anormal?
- Pero aún así estás encantadora -dice él, ahora con menos fe en sus palabras.
Pero cualquier rastro de depresión se esfuma cuando se toma al bebé entre los brazos. Principalmente, cuando se toma al bebé entre los brazos en un centro comercial y las mujeres se agrupan alrededor del padre recién parido comentando enternecidas cuan cuchi se ven ambos. “Úpale –dirá alguna, valiendo la observación como el más poderoso antidepresivo-… ¡y mírale ese piripicho!”.