
Gracias a Dios que en las salas de emergencia de los hospitales no hay Messenger: el personal médico, puesto a decidir entre contener una hemorragia o pararle a la cotorra servida en la PC por este sistema de mensajería virtual, temo que escogería lo segundo.
- ¡Doctor, doctor! Ahí llegó un señor atropellado por una gandola –anunciaría una enfermera al médico de guardia, cuando en el fondo lo que ella busca es parar al galeno de la computadora para atender su propia lista de contactos.
- Ya va, chica, que estoy recibiendo el mp3 de Pobre Diabla.
- ¡Doctor! Hay que aplicarle electroshock al paciente con un soplo cardiaco.
- ¡Ni de vaina! Después salta el regulador de voltaje y se me cae la conexión a Internet.
Lo cierto es que el Messenger desplazó al teléfono y al esmalte de uñas en el ranking de las distracciones laborales: en toda oficina con computadora conectada al ciberespacio, podrás observar la ventanita abierta del Messenger; frente a ella, al encargado de atender al público; y, frente al empleado, al cliente con cara de bolsa esperando que aquel concluya la redacción de uno de los dos pensamientos más expresivos en dicho género de correspondencia: “jijijijiji” o “jajajaja”.
No hay escapatoria. Ahora cuando conoces a alguien y quedas en comunicarte días luego con esa persona, debes ofrecer el número telefónico, el mail y, por supuesto, el Messenger. Si dices que no utilizas el sistema, te miran como a un cavernícola o dudan de tu palabra, creyéndote un grosero por no compartir tan crucial dato. Y ese será el fin de tu vida social. Una segunda alternativa es unirte a la nueva costumbre y hacer que el programa arranque automáticamente apenas enciendas la computadora para, al momento de mayor ajetreo laboral, ver asomarse en la pantalla a dos gorditos verde grama dando vueltas uno frente al otro de manera bastante sospechosa, más el mensaje de rigor:
- ¡Hola! Qué de tiempo ¿Qué cuentas?
- Aquí ¿Y tú? –respondes con diplomacia, lacónicamente, sin chance de cerrar de un plumazo la intromisión, lo que representaría para el prójimo cibernético una ofensa imperdonable. No tardará en aparecer en medio de la charla una de esas imágenes que ya protagonizan la iconografía del milenio: los emoticonos. ¿Qué son los emoticonos? Pues los emoticonos son una especie de yemas de huevo con ojos desorbitados y actitud acorde al ánimo del interlocutor: pelan los dientes, sonríen, se sonrojan de la arrechera... un espectáculo escalofriante.
Por el bien público, invoco la prohibición del Messenger en los espacios laborales críticos: estaciones de bomberos y de policías, entidades bancarias, casas de cita, emergencias y, de ser posible, recintos palaciegos. Que nunca se sabe.
- ¡Señor, hay que denunciar las tentativas de magnicidio ideadas desde el imperio!
- Espere, caracha –responderá el aludido-, a que envíe este emoticoncito por amor.