
Cuando yo era tripón no había mucho de dónde escoger. Una fija era el cuaderno Caribe, el del busto de un indio seriesísimo en la portada y la tabla de multiplicar de ñapa al fondo. Tan altivo aborigen me acompañó durante mis primeros años de estudio, cuando destinaba las páginas finales para jugar al ahorcado, o al reto de alcanzar las puertas de un castillo sin detener el trazo ni caer en alguno de los agujeros circundantes (lo más divertido del asunto era la distribución de los agujeros que simulaban un campo minado, construido golpeando enérgicamente la punta del lápiz sobre el papel).
Compartían el espacio dentro del bulto los textos escolares heredados de unos primos. Mamá los reciclaba pasando el borrador sobre las prácticas de inglés, por ejemplo, hasta el día en que sus hojas lucieran más huecos que conocimientos –de allí creo que provienen los vacíos de mi cultura-. La norma era renunciar a escribir con bolígrafo para no inutilizarlos y legarle el bochorno al siguiente sucesor.
Así uno se empeñara en incorporar valor agregado pegando calcomanías por aquí y por allá, nunca igualamos el postín del magnate de la clase, dueño de un poli cuaderno de tapa dura y los márgenes de las páginas identificados con un color distinto para cada materia. Ese viejo resentimiento, y no otro motivo, fue el que me llevó a cursar estudios de postgrado para figurar, ahora sí, como propietario del cuaderno más apetecible del salón.
- Déme el más caro que tenga -pedí a la vendedora de la librería, asistido por el entusiasmo de cuando fijaba la nariz al mostrador durante la compra de la lista escolar. La adquisición, revestida con un oloroso semi cuero, pesaba kilo y medio y demandó el precio de una camisa buena.
El primer día de clases coloqué la lujosa revancha sobre el mesón del pupitre, bien a la vista para cuando llegaran los condiscípulos. Las chicas no pasarían por alto tan notorio símbolo de status que haría de mí la envidia del alma mater. Pero avieso es el destino. Al rato se presentó un tipo trayendo bajo el brazo un estuche negro, delgadísimo, de donde extrajo un mecanismo reluciente con capacidad para conectarse a Internet y todo mediante tecnología wireless. La laptop grababa en video la charla del profesor o vomitaba animaciones en Flash que los compañeros espiaban, fascinados, desde sus asientos, por sobre los hombros del saboteador.
Me mantuve firme. Si algo aprendí del indio Caribe fue a fruncir el ceño, a parecer inquebrantable.