
Siempre han existido, aunque antes el bribón debía esperar semanas y hasta meses a que el lento servicio postal hiciera entrega del misil, o era costumbre deslizarse hacia el escritorio o el porche del destinatario para depositar allí, sin ser visto, la nota plagada de espinas. El correo electrónico arrasó con dichas limitaciones y ahora la infamia se propaga en segundos entre un gentío responsable de generar el efecto multiplicador, floreciendo una misma escena en el seno de todo círculo a donde llega el mensaje: la momentánea suspensión de la rutina mientras se airean, ya sea a través del hilo telefónico, Messenger o al calor de un guayoyo, los detalles de la hecatombe.
Este jugoso género epistolar obedece a normas inquebrantables. Primero, precisa la revelación de un oscuro secreto, cuya veracidad quizá sea confirmada o no después, aunque el propósito ya fue consumado durante el envío: esparcir la pujante semilla de la duda. Frecuenta dos ámbitos, el amoroso (“es hora de que te enteres que tu marido te pega cacho”), y el laboral (“zutana se roba las remas de la oficina”); aunque aquellas notas que combinen ambas esferas producen mayor embeleso entre los espectadores (“es hora de que te enteres que tu marido te pega cacho con la zutana que se roba las resmas de la oficina”).
Su éxito se mide a partir de la proliferación de conjeturas en torno a la identidad del autor. El espíritu de Sherlock Holmes se posesiona de los lectores de las cartas anónimas viperinas, quienes, en rumorosa tertulia, dirigen sus sospechas hacia el sujeto que guarde algún reconcomio con la persona expuesta al escarnio, o hacia quien cometa la impericia de elogiarse dentro del texto, inaceptable torpeza que disipa cualquier duda acerca de la fuente de la abominación. De allí que los autores audaces procuran despistar incluyéndose entre el grupo de difamados, pero con sutileza, apenas un ligero coletazo para confundir a los suspicaces (“Ah, y ese otro, el tal perencejo, es el peor de los adictos ¡Sí! ¡Un adicto al trabajo y a las pastillas adelgazantes!”).
Un último indicio. El común de los lectores luce sorprendido ante tanta ojeriza, pero al culpable lo delata la sobreactuación. Luego de la víctima obvia, el señor o la señora que más patalee y le tiemble la mandíbula de indignación ante cada frase de una carta anónima, sin duda sostiene en la mano escondida tras su espalda el filoso teclado blandido durante el descuartizamiento.