
Ya en la pieza provisional estudio que no haya cámaras ocultas y, cuidando de fijarme bien dónde piso, ruedo la débil puerta corrediza que me separa del grupo de personas que en la antesala, a no más de dos metros, platican sobre temas de actualidad. “La cosa está fea. No hay arroz, azúcar, leche ni caraotas”, lamenta una doña. Sí, la faena demandará un trabajo de concentración igual o mayor a cuando en la tele Tusam doblaba cucharillas con el poder de su mente. Un alma bondadosa tuvo la gentileza de colocar sobre una repisa un par de impresos con fotografías picantes, pero ni llevando traje de buzo agarraría aquello.
Para cumplir estas gestiones el tiempo varía entre los caballeros, pero la empleada escribió “diez minutos” en un ítem del formulario y hasta en las presentes circunstancias hay que quedar bien parado. “El mercado negro de dólares está galopante”, dicen afuera, y coincido en que el régimen cambiario significa un… ¡Ya va! Volvamos a lo nuestro. Eso sí, calladito, como una película con el volumen en Mute. Suena el celular. En un intento desesperado por apagarlo, oprimo el botón verde.
- ¿Aló, sobrino? ¿Está ahí? ¿Me oye? ¿Qué hace que no contesta?.
- Bendición, tía; más tarde la llamo.
La interrupción devolvió el ave a su nido. Toca remontar la cuesta. Quedan 6 minutos con 45 segundos ¡Vamos, hombre, tú puedes! “El Papa oró anoche por la liberación de rehenes de la FARC”. Y hace frío. ¿Qué habrá sido de aquella muchacha del bachillerato, la de trencitas hasta la cintura?... ¡No, calambres ahora no!
…Voilá (para decirlo en francés), aunque embocar el dichoso envasito implica una operación digna de atletas duchos en la especialidad de tiro al blanco.
Me percato ahora de una prueba inesperada, recuperar el ritmo natural de la respiración, que se vería poco elegante salir de aquí como si acabara de correr los cien metros planos. Deslizo la puerta corrediza para encarar a la gente inmersa de pronto en eso que llaman silencio sepulcral, y dividida en dos grupos: 1) quienes con actitud expectante me observan fijamente a los ojos; y 2) los que se quedan mirando el frasquito.
Camino hacia la recepción con mi mejor cara de sujeto decente, llevando en una mano el cáliz con el saldo de la jornada, pero pelo un revistero y salgo disparado de boca en medio de una agitación bastante parecida a un paso de mambo, recuperando el equilibrio justo antes de que el frasco se aloje sobre el peinado de la empleada. “Adiós, mis muchachas y muchachos”, me despido en silencio, y gano la calle en dos zancadas, loco por un cigarrillo.