martes, octubre 18

Las desgracias de Apolímero

Apolímero vive en una casa con un patio cubierto de rosas y una fuente en forma de querubín que al encontrarse encendida despide agua por el pipí. Los vecinos elogian la casa de Apolímero, comentan la holgura de sus ventanales o la admirable cordialidad con que los rayos del sol avanzan durante el día por las diferentes habitaciones. Pero Apolímero sólo tiene ojos para esa solitaria costra de pintura que la humedad alojó en el techo de la habitación donde Apolímero pasa las noches sin dormir, temiendo que de un momento a otro el cielo raso le caiga encima, asunto que hace de Apolímero una persona desdichada.
“Mi vida es una porquería”, reflexiona Apolímero, concentrado en su pedazo de infierno, por lo que su señora intenta reanimarlo con amorosas insinuaciones. Pero Apolímero reprocha la negligencia de mujer tan insensible, qué sabe ella de las agitaciones del alma cuando ha pasado la vida junto a una hornilla o cosiendo botones caídos. Apolímero se lo echa en cara, ella no responde, situación que lo hace sentir ignorado y terriblemente abatido, ahora con dos desdichas de que ocuparse.
A donde vaya Apolímero lleva la costra en sus pensamientos, ya sea asociada a una nube, malquerencia o chicle bajo la suela del zapato. Toma entre manos su versátil desventura con el mismo interés de quien encuentra un raro caracol en la playa, se detiene en sus grietas y matices, se lo lleva al oído para dejarse seducir por esa oscura tormenta interior que le confirma que no es hora de echarse al mar, que lo ata sutilmente a la orilla.
Cuando Apolímero regresa a casa y vuelve la mirada al techo de su habitación para contemplar el origen de su miseria, descubre lo inesperado. La costra ya no está ahí. Su mujer jura no haberla removido. Apolímero nada a la deriva al percibir que un cosquilleo de felicidad asciende por la boca de su estómago. Acorralado por la buena fortuna, huye despavorido al patio, donde el sol lo abraza en una ráfaga de bienestar que amenaza con instalarle una sonrisa plena. A punto de renunciar a su destino, Apolímero ve que un feo manto de moho trepa por entre las alas del querubín de la fuente.
El caracol regresa al alma de Apolímero como una sustancia conocida y reconfortante.

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