jueves, mayo 4

Centro de mesa




La firme resolución de alojarse en un área contigua de donde será servido el buffet decae bruscamente cuando, tras un meticuloso examen al salón de fiestas, la doña concluye que el calibre de determinado centro de mesa es muy superior al del resto, sin importar su paradero junto a los baños o al pie de las cornetas estridentes. La señora avanza con aplomo hacia el fragante tesoro, como si entre caléndulas y follaje de eucalipto aguardase la vacuna contra el cáncer; pero -¡oh desgracia!- otra doña, alentada también por el hechizo que irradia el señuelo, irrumpe para preguntar si esas otras sillas están desocupadas, y sin que medie respuesta se instala en el teatro de operaciones donde las matronas entablarán una sutil pero feroz lucha por adueñarse del florido botín.
El resto de los invitados se abandona a las trivialidades de la celebración sin sospechar la disputa que las gladiadoras libran sobre la arena de un mantel. Se vigilan una a la otra con interés despiadado, calculan fuerzas, evaluando mediante diversos ardides el poderío de la adversaria:
- Mucho gusto. Yo soy la madrina del novio… – abre fuegos la primera.
- (Pero) yo soy la tía de la novia –embiste la otra.
- Uhmmmm, qué bien – farfulla la de la autoestima con el ojo morado, que en estos casos tía mata madrina. Pero el torneo apenas comienza. Con premeditación la agraviada responde, como al vuelo: “Qué bonito el centro de mesa”. ¡Coño! Ni Sun Tzu. El comentario dicho con ingenuidad postiza no admite otra lectura que no sea: “¡yo lo vi primero!”.
A estas alturas las relaciones de poder alrededor del cuadrilátero se encuentran nítidamente establecidas. Las nueras claudican pues sería una ofensa imperdonable pretender llevarse a casa el centro de mesa (intentarlo encendería el odio de la suegra, con toda razón, por desubicadas y codiciosas, que ya las mozas tienen para disputarse el bouquet de la novia); mientras los hijos varones presagian el amargo desenlace padecido ya en anteriores bodas, quinceaños y bautizos: ayudar a subir el perolero al carro. Y es que para muchas damas el éxito de una fiesta es proporcional a la complejidad de los malabarismos practicados a la salida con la porción de bolo en una mano, en la otra el plato profuso de tequeños (“para picar mañana”) y, sobre la cabeza o entre las rodillas, el centro de mesa.
- Qué divertido se ve el trencito –alude espléndidamente una al momento de la Hora Loca, con el fin de que la antagonista baje la guardia en medio de un reggaetón, y arrimar hacia sí el trofeo (escasos milímetros de cercanía resuelven la pelea por knockout).
- Es que me duelen los pies –responde la otra, ni pendeja que fuera.
El anuncio de que el buffet está servido es determinante. Uno de los maridos ruega a su señora que vaya a buscarle un plato, que a él le da flojera (lo cierto es que ni loco le quitaría los ojos de encima a ese centro de mesa codiciado por los caballeros en los saraos: las gotas que aún le quedan a la botella de whisky). La legionaria parte a cumplir con su deber y regresa cargada con sendos manjares, lo antes posible, esquivando como una contorsionista al resto de los invitados y las otras mesas, sedienta por recordar esa noche el peso de unas flores entre las manos.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Que buena crónica. Solo faltó agregarle el sabor que el enmascaramiento de los tan afianzados cotillones le agrega a la lucha.
Excelente blog.

Salud