La juventud de ahora no tiene la menor idea del
trabajo que se pasaba hace unos años para disfrutar de las mieles de la
pornografía. Eso sí era un proceso. Cuando los muchachones de la era del VHS y de
las revistas envueltas en celofán procuraban “material para adultos”, debían
recurrir a todo su ingenio para resolver tres preguntas medulares: ¿dónde
encontrarlo?, ¿dónde verlo? y ¿dónde esconderlo?
¿Dónde
encontrarlo?
¡Bienaventurados quienes tuvieran
un hermano mayor en cuyas cajas de zapatos habitaba un harén de ninfas suecas! En
aquel entonces no existían los canales bribonzuelos de la televisión por cable,
mientras a las pocas salas de cine consagradas a este género las cubría un manto
de historias espeluznantes. Superado el miedo a que una tía anduviera en la
videotienda alquilando “Memorias de África”, sobre el último estante, tras
pasar de largo a Diane Keaton y a Marlee Matlin, esperaba Ginger Lynn o una apolillada
copia de los retozos de Linda Lovelace. Fuimos pioneros del peer-to-peer y con los amigos de la
logia intercambiábamos aquellas cintas de parlamentos que iban al grano -“Yeah! Oh, yeah!”- y, felizmente, desprovistas de moraleja.
¿Dónde
verlo?
El tiempo no ha derrocado a la sala sanitaria como centro
de consulta hemerográfica; el uso del VHS ofrecía mayor dificultad por
encontrarse el aparato en la sala. Como un maleante que acecha en su propia
casa, esperábamos a que los parientes anunciaran que se iban de paseo para
esgrimir la excusa del dolor de estómago y quedarnos a solas; una banda sonora
a punta de sintetizador convertía entonces aquel santo hogar en un burdel frecuentado
por misericordiosas mucamas, niñeras/contorsionistas y demás Rapunzeles púbicas
(se podría jurar que para la época tampoco se había inventado la rasuradora).
¿Dónde
esconderlo?
El mayor problema de la pornografía
ha sido siempre dónde ocultarla. Pocos eran los afortunados que contaban con
una platabanda de anime en el techo de su habitación; y era un mito que aún
perdura que debajo del colchón -primer sitio olfateado por las madres sabuesos-
fuese un buen escondite. Como recuerda el pana Juan Gato, quedaba versionar el mecanismo
de las muñecas rusas y meter la Playboy en un libro a guardar dentro de una
carpeta archivada en el interior del bolso introducido en la última caja de la
repisa más alta del armario.
Tales preguntas siguen vigentes aunque son otras las respuestas
y ahora hasta sin querer queriendo, apenas se teclea en Google cualquier palabra
versátil, la pantalla del computador sirve un festín de carne con papa. Ni en los sueños más delirantes sospechamos que la
cinematografía de piel podría verse algún día ¡en el teléfono!, con el que hoy,
si el usuario ha protegido el cristal de su smartphone
con una lámina antiespía, es posible disfrutar de un fogoso espectáculo
durante las horas de mayor tráfico o el viaje en camionetica ¿Dónde ocultar la
evidencia? Bien distraído quien olvide borrar el historial de las delicias visitadas.
La toallita de mano, eso sí, es un recurso
imperecedero.
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