
Hay maneras desaconsejables de ser potencial. El niño que espera tras una pared para arrebatarle la lonchera al compañerito de estudio, es un potencial azote de barrio. También abundan los pronósticos desacertados. Cualquier madre se maravilla al saber que su querubín gusta de diseccionar sapos en la clase de ciencias, confiando que de adulto el carricito destacará como médico cirujano. Ha ocurrido que tanto interés zoológico incuba un rebrote de Jack El Destripador.
El término se emplea irresponsablemente. Suele decirse que toda mujer es una cuaima potencial. Nada de eso: toda mujer es una cuaima encubierta, vigente la flor del hostigamiento desde la más tierna infancia, sólo que no se le ha presentado la oportunidad de exhibir a plenitud sus facultades.
Lo de potencial comparte el mismo principio de una maldición gitana. El aspirante invierte sus fuerzas en consumar el desafío, trascender la categoría de promesa, cosa muy estresante que depara, junto a una úlcera gástrica, terribles complejos en caso de no alcanzarse las expectativas. Peor aún: en obediencia a la potencialidad establecida por uno de los padres o el profesor universitario, el candidato a luminaria sobresaldrá como abogado litigante cuyo ejercicio sepulta la floración del genial acuarelista. Lo de potencial, sin duda, ha arruinado muchas vidas.
A medida que transcurre el tiempo la conjetura se va espaciando, hasta que llega el día en que no se escucha más. Quien fuera esperanza encara el convencimiento de haberse quedado en el aparato, en calidad de prospecto, de pólvora mojada dentro de un cartucho que ya no detonará. Luego sobreviene la etapa última, cuando la afirmación pasa a conjugarse en pasado, en una suerte de epitafio en vida.
“Tenía potencial”.