Suelo
comprar la ropa con una o dos tallas mayores a la que me corresponde con el
único propósito de evadir la visita al probador de la tienda: eso de
empelotarse tras una cortinita o tabique de cartón piedra, con docenas de
extraños por ahí y musiquita de fondo, me genera la impresión de ser un
stripper antes de salir al escenario. Con la limitante de que uno no es un
stripper, y si por no carraspear a tiempo viene alguien y descorre la
cortinita, dudo que la audiencia sienta el impulso de silbar fuifuio mientras toma unos billetes de
su cartera para colocarlos en el cinto de nuestra ropa interior.
Pero
hay fechas, como cumpleaños y Navidad, cuando nuestra señora insiste en
obsequiarnos una camisa, y sería un tremendo insulto rechazar su propuesta de
ir al probador (al género femenino le apasionan estos cubiles; su sexto sentido
incluye la capacidad de descubrir dónde se encuentran mediante una rápida
ojeada al almacén de dos mil metros cuadrados). Tras confirmar que no hay
ninguna cámara oculta y que los pies del usuario vecino apremian de talco
medicado, la luz fluorescente de aquella pieza abate los últimos jirones de
nuestra autoestima: no se tiene tanta consciencia del cuerpo, mejor dicho, de
la falta de cuerpo, como cuando se está en el probador.
Al
momento de quitarnos la ropa, las insignificantes dimensiones del cubículo nos
enseñan lo que sufrió Houdini mientras se deshacía de las cadenas dentro en un
tanque mínimo. No cierra el botón del cuello. Ni los de la cintura. Seguro que
es talla L pero de la sección infantil... en fin, esa camisa que tan bien lucía
colgada en el gancho, aparece ahora envilecida, furiosamente degradada por la
silueta del modelo.
- Mete la barriga –alienta el espejo.
- ¡No puedo, coño!
- ¿Y si pruebas respirando cada quince minutos?
- Claro, yo no estoy gordo, lo que tengo es un sobrepeso de aire. ¡Sí, me la llevo! Que con tres meses sin chicharrones ni cervezas seguro me entra como una sedita –juramos crédulos. Y es que el probador es el espacio donde, casi con lágrimas en los ojos, juramos que haremos dieta y se irá al gimnasio apenas pongamos un pie fuera del local.
- Mete la barriga –alienta el espejo.
- ¡No puedo, coño!
- ¿Y si pruebas respirando cada quince minutos?
- Claro, yo no estoy gordo, lo que tengo es un sobrepeso de aire. ¡Sí, me la llevo! Que con tres meses sin chicharrones ni cervezas seguro me entra como una sedita –juramos crédulos. Y es que el probador es el espacio donde, casi con lágrimas en los ojos, juramos que haremos dieta y se irá al gimnasio apenas pongamos un pie fuera del local.
Aunque
el mayor trance que depara el probador es cuando uno acompaña de compras a la
mujer y ella te asigna el papel de asesor de imagen; del casillero emerge con
los ojos inmensos, ávidos por el desenlace de nuestro escrutinio. Más de una
relación amorosa ha concluido abruptamente a las puertas del probador. Por eso,
si se trata de una novia reciente, mienta; si es una amante esposa, mienta
descaradamente; pero si ya no la ama, dígale cortante que esa blusa es para
jovencitas y verá cómo sale directo de la tienda rumbo a la oficina del
abogado.
Una
compañía europea promueve un software que escanea el cuerpo y simula en
pantalla cómo queda la prenda sin necesidad de probársela, novedad que presagia
la desaparición de estas mazmorras que –hay cada loco- seduce a muchos como
escenario de fantasías sexuales. Eso nunca lo comprenderé. Porque con el chorro
de frío que cae de los ductos hacia la cabeza del usuario, aquello que te conté
se retrotrae con notable desconcierto, como si acabara de salir de una piscina
helada.
Es,
por mucho, lo único allí con dos tallas menos.
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